El gato la arañó mientras jugaban pero a ella no le importó. Francisca entró a la casa apurada por el grito de su madre: _¡Está la comida!_ El gato corrió en dirección contraria. Carmen se sentó en la punta para observar a su hija comer. Le preguntó: _¿Está rico?_ De los poros invisibles de la carne, chorreó la sangre, que ensalzó las papas. Francisca comió desesperada. Cuando terminó, atravesó el zaguán y llegó hasta la puerta. En cuanto la abrió, leyó como de costumbre las letras gigantes, pintadas sobre la pared de enfrente: “El taller de los hermanos”. Horacio, mecánico y dueño del taller contrató a los tres hermanos para que lo asistan en las tareas diarias. El más grande se ocupa de los casos serios, autos que permanecían dos o tres días estacionados. El del medio infla gomas y lustra chapas. El menor les alcanza cosas y ceba mate. La silla de ruedas está oxidada y es casi incontrolable. El asiento es de mimbre y los apoya brazos, de madera.
Horacio los contrató cuando la madre de los tres hermanos murió. El padre murió hace tiempo. El menor, nació inválido. Por las tardes, observaba cómo la niña jugaba con su gato nuevo. Llegó la hora del almuerzo y empujó las ruedas de la silla hacia el interior del taller. Se unió a una mesa improvisada, tapada de papel para envolver fiambre. El envoltorio tenía las aureolas de grasa de paleta y queso. El mayor de los hermanos abrió los panes con una mano mientras sostenía un cigarro con la otra. El menor se llevó el sándwich a la boca y las migas se le amontonaron sobre la falda. Tomó agua mientras masticaba y tragó. Los hermanos intercambiaron palabras con Horacio; él escuchaba y comía. El menor giró la silla y se dirigió hacia la puerta.
En la vereda de enfrente, la niña mesía al gato y lo acurrucaba contra su pecho. Los dos hermanos terminaron de comer y salieron del taller. Horacio se fue para el fondo a dormir la siesta. Francisca levantó la cabeza cuando los hermanos salieron del taller y vio que el muchacho de la silla de ruedas se quedó en la puerta. Cruzó y le enseñó la criatura que tenía dormida entre sus brazos. Él avanzó con la silla. El animal se movió y le corrió el vestido de lugar, le lastimó las piernas. Las ruedas tocaron los zapatos de la niña. Cualquier roce provocaba malestar en esas tardes calurosas de Capital. Las casas bajas del barrio retenían el sol por más tiempo y expandían un halo de vapor que cubría los techos de todas las casas. En el parque no quedaba nadie a esa hora. El gato se dio vuelta y se lanzó de los brazos de la niña al suelo. Él intentó atraparlo. El animal se escondió detrás de un mueble dentro del taller y él giró la silla. Un pedazo de vestido de la niña voló y se desprendió en el forcejeo previo. Avanzó con la silla a toda velocidad y chocó el mueble donde se escondió el gato.
La niña corrió detrás de la silla, casi a la par, tropezó y cayó enchastrada en la sangre del animal. La criatura lanzó los gemidos que anunciaban su muerte. La niña apoyó la cabeza sobre los brazos de la silla. Él le sujetó los pelos negros que se embadurnaron con la sangre y rió como hacía tiempo que no reía. Ella quiso escapar y patinó en el suelo con su vestido roto y su pelo suelto. Su cara dio contra el piso de cemento y los rayos de la rueda le seguían acomodando los rulos en el piso. Cada roce entre la silla y el vestido desteñido marcaba un nuevo segundo que era imposible retener. Era imposible volver atrás. Él intentó reconocer la cara debajo del pelo y empujó la silla hacia atrás para alejarse. Se sentó a la mesa y observó el papel manchado con aureolas de grasa y rodeado de migas de pan.
La niña corrió detrás de la silla, casi a la par, tropezó y cayó enchastrada en la sangre del animal. La criatura lanzó los gemidos que anunciaban su muerte. La niña apoyó la cabeza sobre los brazos de la silla. Él le sujetó los pelos negros que se embadurnaron con la sangre y rió como hacía tiempo que no reía. Ella quiso escapar y patinó en el suelo con su vestido roto y su pelo suelto. Su cara dio contra el piso de cemento y los rayos de la rueda le seguían acomodando los rulos en el piso. Cada roce entre la silla y el vestido desteñido marcaba un nuevo segundo que era imposible retener. Era imposible volver atrás. Él intentó reconocer la cara debajo del pelo y empujó la silla hacia atrás para alejarse. Se sentó a la mesa y observó el papel manchado con aureolas de grasa y rodeado de migas de pan.
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