viernes, 6 de junio de 2014

6 AM

Desperté y me senté al pie de la cama. Escuché el sonido de los remolinos de viento que se forman en la terraza cuando el clima se pone feo. Las ramas se chocan entre sí y producen ruidos de olas que rompen en la tierra. Fui a la cocina, me serví un té. Mientras esperaba que la pava hierva, observé la estampita de un santo sobre la repisa que contiene las tazas. Hay una en color blanco y negro que simula el suelo de la costanera de Río de Janeiro. Acomodé los vasos, abrí la heladera, miré dentro pero no tomé nada. La pava hirvió y me serví el té. Observé las plantas que están arriba de la segunda repisa mientras esperaba que el té se entibie. Lavé dos platos que quedaron en la pileta luego de la fiesta de anoche. Miré por la ventana de la cocina que da a una segunda terraza y vi las plantas, de gran tamaño, se movían con el viento. Recordé que tuve un sueño donde yo estaba en la selva.

Escuché un ruido que provino de afuera, lo adjudiqué al viento, pero vi algo que se movió. El reflejo en la ventana devolvió mi imagen. Apagué la luz para ver mejor el patio. A oscuras, empecé a visualizar el área externa. Volvió a moverse y corrió hasta la escalera que lleva al techo. Intentó trepar y cayó. Corrí al comedor, revisé la puerta, estaba trabada. Escuché pasos en el techo. Volví a la cocina y prendí la luz. La estampita del santo estaba tirada en la pileta, sobre los platos sucios.

Tal vez no estoy tomando este té que no sabe a nada. Tal vez estoy recorriendo la costanera de Río (olí el mar y escuché el sonido de las olas que rompen contra el piso de arena)... O estoy en la terraza en el medio de la tormenta. Tal vez sigo sentado al pie de mi cama.



miércoles, 12 de marzo de 2014

REVERBERACIÓN OTOMICÓTICO-FRUTOIDE

Llevó su mano a la oreja y acarició una capa de pelusa en la zona del pabellón auricular. Sintió una inflamación en el tramo del conducto auditivo. Prefirió ignorar esa alarma insistente y preparó la bañera. Se inclinó para colocar el tapón en el piso del cubículo y cayó una gota de color rojo o rosa al agua. Un líquido tibio corrió desde adentro y se deslizó por el lóbulo de la oreja. Abrió el botiquín y tomó una gasa. Tocó el oído con sus dedos. Una protuberancia de color rosado asomó por el meato auditivo. En ese momento, se mareó y escuchó un zumbido agudo que se estabilizó luego. Un pitido permanente, un acufeno que tradujo sus pensamientos a un único sonido sin variación, ondulación o atisbo de expresividad. 

Se durmió durante unos minutos sobre el sofá. En el sueño que tuvo pasaron tres horas desde que comenzó hasta el inminente encuentro con el sujeto que lo asesinaría. Ingresó por la puerta de la cocina y ahí lo vio. Parado de espaldas a él, con un sombrero y un sobretodo. El clisé le dio la información, en el sueño, de que estaba cerca de despertar. Se acercó un poco más y esto disparó el regreso agobiante al sofá de la sala de estar. Abrió los ojos y lo buscó en cada rincón, sin moverse. Recordó que, ya en el sueño, sabía que no lo iba a encontrar. Mientras se borraban las últimas manchas de aquel terreno volátil, percibió la anestesia que secretó uno de sus oídos. Sintió movimientos internos e inclusive, externos, y perdió la audición del lado derecho al instante.

Surgió del oído interno el extremo delgado de una frutilla. La oreja se dividió en un sector superior y otro inferior; el surco por el cual asomó el extremo pulposo estableció el límite. Detrás, en la parte externa, las raíces pequeñas treparon por la nuca hasta la coronilla de la cabeza. La pulpa comenzó a ablandarse por la calidez de aquel micro-clima. Hileras de microorganismos se instalaron en la zona y pusieron en regla el terreno. Los ruidos, cada vez más fuertes, resquebrajaron los bordes del fruto y generaron una fina brecha entre aquel y las paredes del pabellón. Se sentó en la mesada de la cocina a esperar. La pulpa se hinchó y reventó. La explosión decoró azarosamente los azulejos y las alacenas. Sabía que, en cuestión de minutos, ya no escucharía más nada.