sábado, 7 de enero de 2012

AL RAS

Obra publicada el Domingo 27 de marzo de 2011 en la sección Microrrelatos del suplemento de Cultura del diario Perfil.

Editada en abril de 2015 en la antología de cuentos Caleidoscopio, publicada por Editorial Dunken (Compilador: Leo Ramón)


Ilustración: Marta Toledo
Entró en la casa como si alguien lo persiguiera. Cerró la puerta y se pegó a ella tras el golpazo. No se daba cuenta de que yo lo veía. Tiró la mochila y, en la cocina, la vieja le preguntó: “¿Qué te hiciste en el pelo?”. El pelo de Gustavo estaba cortado al ras y creo que lloraba. Balbuceaba sobre la blusa de seda de mamá. Venía el verano.
Se hizo de noche y nos sentamos todos a comer: Estofado. Papá le pidió a mamá un trapo para limpiar el vino que derramó sobre la mesa, la cabecera de la mesa. Mi hermano Gustavo comía con la cabeza casi tocando el plato. Antonio y Eusebio comentaban sobre las ropas cortas de las chicas en la universidad. Me quedé dormido temprano.

Al día siguiente di vueltas con la bicicleta alrededor del árbol de jazmines en el jardín de adelante, mientras mi vieja baldeaba el patio. Llegó Gustavo de la calle, empujó la reja y mamá soltó la manguera. Fuimos los tres al vestíbulo a escuchar la radio. Siempre escuchábamos tango pero esta vez estábamos atentos al relator. Yo hacía que me interesaba. Esperábamos algo. No sabía qué pero esperaba con ellos. De pronto: “documentos terminados en 846, número 120” gritó el relator. “¡Qué suertudos, número bajo!” repetía Gustavo “¡Qué suertudos, qué suertudos!”. Creo que yo también estaba histérico. La vieja hacía gestos de despreocupada mientras se frotaba las manos sobre la falda. El locutor continuó con los números. “¡Número medio, mierda! Me van a llevar” dijo Gustavo y le sangraban los labios. ¿A dónde lo llevarían? Siempre se llevaban a alguien a algún lado. Alguien se los llevaba.
Ahora sólo queda esperar a que crezca algún bulto, un quiste, una molestia, algo que irrite o pique para dar un paso al costado de esa hilera de jóvenes sanos que marchan al compás de las vibraciones de saturación megafónica en los pasillos de la revisación médica.

Mamá me mandó hacer mandados. Di una vuelta con la bici alrededor de la plaza mientras jugaba mentalmente con los números que repetía el relator, sumaba las tres cifras y armaba nuevos números. Al menos mis números eran todos bajos. Gustavo se tenía que ir de casa, eso dijeron después de la radio. Sentí una fuerza extraña que ingresaba en las casas del barrio y penetraba la rutina de la siesta, almidonaba nuestro caminar holgado.
Cuando volví a casa, la Nena estaba consolando a Gustavo. Nunca supe si ella era hombre o mujer, creo que en ese momento simplemente no me lo preguntaba. La Nena llevaba un loro en el hombro y siempre tenía olor a alcohol, una vez me dio de probar licor de huevo. Llegaron Antonio y Eusebio y se enteraron de que a Gustavo le había tocado número medio. “Andá a juntar uvas de la parra de al lado, que éstas no están maduras” me dijo mamá. Salí al patio y lo vi tirado en el pasto, sostenía una rama en su boca. El sol le resaltaba los ojos verdes. Cruzó los brazos por detrás de la nunca y me miró; sonrió. A la semana siguiente, Gustavo tenía las valijas hechas, nos dio un abrazo a cada uno y lo pasó a buscar un micro.

Pasaron varios meses porque vino el verano y después otra vez la escuela. A mí me raparon también para evitar los piojos. Sentí que se metían con mi cuerpo, el contagio estaba en los lugares públicos, decían. Cualquier lugar de reunión era peligroso porque ayudaba a la propagación. Me pelaron pero volví rascándome más que nunca, tomé la leche y me fui a jugar al patio, no había nadie en casa. El sol no tenía la misma fuerza que unas semanas atrás. Mientras pateaba la pelota, sentí el ruido de las rejas, llegaba mamá con Pilar. “Pasarse por tonto no sirvió, pie plano no sirvió, lo tomaron igual” dijo mamá. “Calmáte” le dijo la gallega.

Gustavo pasaba algunos fines de semana por casa, lo vi varias veces arrodillado en el vestíbulo frente a la repisa que soporta las vírgenes en miniatura y las estampitas. Siempre nos cuenta que a la mayoría de sus compañeros los llevan al sur, y a mí nunca me dejan escuchar las conversaciones. A mí me separan con mandados: manteca de la china, fiambre de lo de don Lilo, el quiosco de Margarita. Un día Gustavo contó en la cena que se le disparó una ametralladora accidentalmente en el cuartel, y le sellaron un papel con unas siglas, algo así como inútil para el servicio militar. Lo mandaron unos días para casa pero no pudo zafar, cuando necesitan más pibes en el sur, cualquiera es buen partido, lo importante era el número, siempre los números. Se fue.

A partir de ese momento, la vieja ponía la radio pero ya no se escuchaba tango. Papá llegaba de la fábrica y preguntaba si había alguna novedad. Antonio y Eusebio quemaban folletos, “se está poniendo cada vez más fea la cosa” decían. La Nena estaba más borracha que de costumbre y la vecina insistía en que había que irse a España. A Gustavo no lo vi nunca más. Yo le seguí dando vueltas a la plaza y sentí placer porque todavía me puedo acurrucar en los rincones de mi casa y nadie me hace problema. Pero comprobé que hay un techo, que está ahí, inmóvil. Yo me voy a topar con eso también y, al asomar el cogote, me la van a dar. Pronto voy a tener que escuchar la radio mientras la vieja se amasa la falda con las manos, pronto van a preguntar por mí y yo no sé dónde voy a estar, no sé si voy a estar.





viernes, 6 de enero de 2012

LA MEDIANERA*


Esa noche Nora se quedó despierta hasta las cinco mirando la pared que limita con la terraza del departamento de al lado. Le parecía injusto lo que le sucedía. Y ahí estaba la rata otra vez, con sus patas pequeñas y el hocico impaciente por comer las pastillitas de veneno que ella había depositado sobre la medianera.

Nando ya no iba a la escuela. Nora decidió que no era conveniente que su hijo se rodeara de niños que podían lastimarlo con crueldades de niños. Ella conoció la felicidad cuando heredó dos departamentos y casi una fortuna de su padre Lorenzo, quien trabajó desde pequeño y murió a los setenta y cinco años de un derrame cerebral.

A partir de ese momento, Nora frecuentó menos a sus amigas. Ella se daba cuenta de eso, a veces jugaba con el destino a no salir de su casa por diez días, jugaba a que tenía dentro de esos metros cuadrados todo lo que quería.
Nando se despertó a las diez de la mañana y Nora le preparó el desayuno. Él se arremangó el sweater con el que durmió y chequeó su brazo para verificar que el hematoma estaba aún allí. Se sentó a la mesa y desparramó azúcar sobre un pan untado en manteca. Lo llevó a la boca y dejó la marca de los dientes en la mitad del pan que depositó en el plato. Le dio un sorbo al café con leche. Nora se acercó a la mesa, le dio un beso a en la mejilla, pasó la mano por su pelo marrón y lacio y se marchó al comedor arrastrando las pantuflas celestes. Se sentó en el sillón. De vez en cuando miraba hacia la puerta. Escuchaba pasos. Desde que su marido Raúl había muerto escuchaba pisadas subiendo escalones y luego, la llave que ingresaba en la cerradura daba un giro y, finalmente, abría la puerta que hacía cantar ángeles. A las seis de la tarde, se dio cuenta de que Raúl no iba a llegar, como todos los días. Apretujó los dientes, lloró y se dirigió al baño. Cuando salió, se chocó con aquella mesita negra que soportaba desodorantes y perfumes y todos los frascos cayeron al suelo. El líquido se desparramó en distintas direcciones a diferente velocidad pero las ramificaciones no se alejaban del epicentro del derrame, no cruzaban más allá del siguiente tramo de piso, ese era otro terreno.

Abrió el ventanal que daba a la terraza y esparció pastillas de veneno sobre la medianera. Escuchó ruidos de plantas y supuso que la rata estaba por salir. La terraza de los vecinos tenía un farol encendido. Nora se cansó de esperar y entró. Tomó un té en las sillas de mimbre del invernadero que daba a la terraza. Vio a través de la ventana una sombra que se dirigió veloz
de derecha a izquierda. De pronto, otra sombra. Nora creyó que se estaban multiplicando, algo de nunca acabar. Salió eufórica a la terraza y las dos ratas se tropezaron una con otra al momento de huir. Desaparecieron. Nora cerró el ventanal y entró aliviada, las vio comer el veneno así que se quedó tranquila. Buscó al niño. -¡Nando!- gritó. A veces desaparecía por días y lo encontraba escondido en algún ropero. A veces ella simplemente se olvidaba de buscar.

Entró al cuarto y se miró en el espejo. Giró hacia la izquierda cuando entró Nando.
-         ­¿Qué te pasó? Preguntó el niño.
-         Ya te dije que no te metas en mi cuarto. Andáte de acá, ¡vamos!
Nando corrió hasta el cuarto contiguo a la terraza. Ella corrió detrás y cuando lo alcanzó a manotear de los pelos se paralizó. Ahí estaba la rata comiendo las pastillas verdes, quieta. Se acercó la segunda. Parecían estar una arriba de la otra, comían las dos. A través de los vidrios deformantes parecían un gran animal, pegoteadas como estaban, triturando los confites. Nora creía tener la solución para todo pero a veces deseaba que alguien de afuera la ayudara. En uno de esos momentos llamó al fumigador, quien le dijo que pasaría a la mañana siguiente.
Esa noche Nora no pudo dormir. Se despertó en la madrugada y fue hasta el cuarto  invernadero. Las ratas no estaban. Buscó a Nando. No lo encontró en su habitación. A las siete de la mañana sonó el teléfono. Nora atendió, era el fumigador.

-         Señora, no voy  a poder pasar hasta después del mediodía, dijo la voz del otro lado del teléfono.
-         ¿Cómo que no? ¿Pero y las ratas?
-         Tranquila, alrededor de la una estoy ahí.
Nora dejó de escuchar y colgó. Caminó por toda la casa. Se sentó en el sillón del comedor, prendió un cigarro. Esperaba al fumigador como esperaba a Raúl. Ninguno llegaba. Escuchó pasos en el pasillo principal del departamento y gritó ¡Nando, ¿sos vos?! Se dirigió al cuarto de servicio, abrió el ropero. Nando estaba ahí con el mentón apoyado sobre las rodillas. Sonó el teléfono. Nando salió corriendo por detrás de ella y se metió en uno de los cuartos. Nora atendió.
-         ¿Quién habla?
-         Hola Nora, hay alguien en la puerta de calle que pregunta por vos, creo que dijo que es el fumigador.
-         Yo tengo timbre también, ¡que toque el botón de mi piso el imbécil!
Nora abrió la puerta dispuesta a bajar los cuatro pisos por escalera para ir a planta baja, le temía a los ascensores. Se dio cuenta de que sólo tenía puesto un sostén, la encandiló un rayo de luz que se filtró del exterior, retrocedió, fue hasta el cuarto de las plantas y salió a la terraza a buscar la bata que había colgado. Desprendió la bata de los broches y cuando volteó la cabeza estaba una de las ratas masticando un cable. Nora agarró una escoba vieja que estaba tirada y se acercó lentamente. Bajó la escoba con fuerza y la rata se subió a la medianera. Sus movimientos se alentaron y se quedó inmóvil en aquel lugar donde su único objetivo era triturar con placer el plástico que rodeaba el polvo venenoide. 

Nando se dirigió a la puerta del comedor y encontró la puerta entornada. Nora corrió hacia el comedor también. El niño estaba abriendo la puerta cuando vio que su madre venía detrás y sus movimientos se alentaron, como si quisiera que lo alcance. Se quedó inmóvil antes de poner un pie sobre el piso de afuera de la puerta, en el cual las formas de las baldosas eran distintas que las del interior del departamento. La mano alcanzó el cuerpo del niño y repercutió en todo el edificio un ruido de explosión que salpicó el mármol de las barandas y las baldosas. Estas cambiaron su aspecto. Lentamente eran cubiertas por el líquido espeso que se deslizaba y se ramificaba sin alejarse demasiado del epicentro del derrame, no cruzaba más allá del siguiente tramo de piso, ese era otro terreno.

*Cuento seleccionado en el marco del concurso literario APAIB 2013. Segunda mención Premios APAIB 2013.

http://www.apaib.org.ar





jueves, 5 de enero de 2012

LA NIÑA DE LA SELVA

Raúl llegó hasta donde estaba el resto de su grupo. Cargó con el peso de su bolso y el portafolio en el que llevaba papeles y un grabador. Viajó con unas cuantas personas y tres guías en un pequeño barco que se abrió paso en el agua del Amazonas. El barco llegó a una especie de puerto y los pasajeros descendieron. Luego, los guías dividieron el grupo en dos canoas que los llevaron hasta el campamento donde recibiría a Raúl el jefe de la tribu. El grupo se dirigió a una reserva natural. Raúl esperó en la oscuridad a que lo buscaran. Luego de unos minutos apareció un hombre que se acercó hasta él. El hombre sostenía un faro pequeño y le hizo una seña para que lo siguiera.
Caminaron durante unos minutos, el descampado se transformaba en selva mientras avanzaban, hasta que llegaron al campamento, en el cual vio de cerca  las llamas de fuego que había visto desde el otro lado del río.

El hombre le dirigió unas palabras en español y en seguida habló en su lengua a otros dos hombres que pasaban por al lado. Uno de ellos cargaba sobre sus hombros una niña de unos diez años. Raúl siguió con su mirada el trayecto de los tipos, acompañó con un movimiento de su cabeza de izquierda a derecha los ojos de la niña, que giró su cabeza para no perderlo de vista. Una trenza larga anudaba el pelo de la niña, el cual se extendía hasta la cintura. Las pupilas negras casi le ganaban todo el espacio a la esclerótica. En ese instante, Raúl sintió un ardor seco en su brazo derecho. Algo lo picó. Él se había jurado a sí mismo que ninguna cosa rara de la naturaleza le arruinaría su viaje, nada evitaría que cumpla con su trabajo. Debía marcharse de ese lugar con las entrevistas e imágenes necesarias para escribir el artículo que le encomendaron en la redacción. A sus treinta y ocho años, Raúl nunca se había fracturado un hueso ni había estado internado. Le tenía demasiado miedo a los hospitales como para pasar una sola noche allí.

El hombre que lo recibió cuando llegó al campamento le dijo que esas picaduras producían fiebre. Raúl trataba de concentrarse en las actividades planeadas para el día siguiente para olvidar que ese bicho había entrado en contacto con su cuerpo. El hombre le mostró el lugar para dormir. Era una pequeña tienda alejada de las demás. Entró y acomodó el bolso y el portafolio en una esquina. Sacó unos papeles que pretendía leer antes de dormirse pero sentía que se desmayaba. Se acostó y apagó el farol que le habían entregado. De a poco, su vista se acomodó a la oscuridad y toda su atención se concentró en el brazo de la picadura. Llevó sus dedos hasta allí y rozó un bulto. Sintió algo húmedo y supuso que era sangre o agua. Escuchó unos pasos e inmediatamente ingresó en la tienda uno de los integrantes de la tribu con un recipiente que acercó hasta su cara.
_Bébalo_

Raúl no llegó a responder y el hombre se alejó. Bebió un sorbo grande de la vasija. No podía distinguir el sabor del líquido pero le recordaba a perfume de flores. Escuchó gritos agudos que venían desde alguna de las tiendas. Le costaba darse cuenta si eran risas de adultos o si era el quejido de una niña enferma. Por momentos parecía el sonido de niños desvelados. Luego de unos minutos aparecieron voces graves en tono de reto.

Al otro día se levantó y se sintió un poco mejor. Otro hombre le acercó una bebida que Raúl ingirió con desesperación. El calor era más intenso por las mañanas. Salió de la tienda. Pasaron tres hombres, uno de ellos llevaba una víbora muerta colgada de su cuello. Lo miraron y se dijeron algo entre ellos.
Raúl se acercó hasta la orilla del río y comenzó a observar las relaciones que entablaban los habitantes del pueblo. Por momentos deseaba volver a la tienda pero se convencía que eran el calor y la resaca de la picadura que le hacían sentir náuseas. Notó como todos los habitantes del lugar lo miraban con desconfianza. El hombre que lo había guiado hasta el campamento se acercó y le preguntó si sentía mejor. Caminaron por la orilla del río y Raúl sacó fotos a un pez gordo que, por momentos, parecía ser de color violeta bajo el brillo del sol.

A la noche, volvió la fiebre. Otro hombre le acercó una bebida.
_Usted estaba gritando_ le dijo
Raúl se incorporó y le aseguró que él no estaba gritando. Se rascó la barba y se tocó la frente con la mano, sudaba y se sentía un poco confundido. Bebió del recipiente mientras el hombre lo miraba fijo.
_Duerma_ le dijo, juntó el recipiente y salió de la tienda.
Raúl salió atrás de él y se quedó parado detrás de un árbol. El hombre se metió en otra tienda. Raúl escuchó que hablaban en voz alta pero no entendía lo que decían. A la derecha de la tienda, el fuego que había servido para la cena ya era cenizas. Escuchó gritos similares a los de la noche anterior. Esta vez, pudo distinguir el quejido de una niña. Seguían hablando en voz alta, parecían coincidir en sus palabras, todos los sonidos se acomodaron y se escuchó un rezo en conjunto. El coro era el quejido de la pequeña que, por momentos, se confundía con el sonido de un animal. Regresó a su carpa y se quedó dormido.

Cuando se despertó no había nadie en el campamento. Decidió recorrer el lugar. Se acercó hasta el río, comenzó a alejarse del campamento y se sentó en un tronco. Escribió en su talonario de apuntes la fecha. Le costó recordar el día con facilidad. Cuando levantó la cabeza para pensar se encontró con la mirada de aquella niña que lo miró el día que llegó. Los ojos grandes negros eran inconfundibles. El cuerpo de la pequeña tenía algunas marcas que parecían símbolos. Raúl creyó que esa era la niña que se quejó las noches anteriores y su cuerpo mal tratado comprobaba que era así.
Él le hizo un gesto para que se acercara. Ella salió corriendo y desapareció en la selva. Raúl llegó a escuchar el trote y el consecuente ruido de las plantas.

A la noche, comenzaron a llegar los habitantes que habían estado ausentes todo el día. Uno de los hombres que le alcanzó la bebida la noche anterior cargaba algo sobre el hombro, envuelto en una manta. Raúl miraba fijo la escena desde su tienda. Los hombres hablaron y el que cargaba con el saco empezó a caminar hacia la tienda más grande. Cuando se dio vuelta, Raúl vio que una mano pequeña salía del saco. Se convenció de que la fiebre había vuelto y esa sería la causa de su confusión. No podía ser una mano humana. Decidió salir de la carpa y logró ver que el saco estaba cerrado. Se mareó y otro de los hombres le alcanzó una vasija para que beba. La bebió y regresó a la tienda y se recostó. Se sentía cansado. Escuchó el trote de un animal que se acercaba cada vez más a su tienda. Se asomó, unos hombres corrían en la misma dirección que el animal. Decidió esperar a que regresaran. Unos minutos después pasó el hombre que cargaba el saco y Raúl vio que sobresalía una pata fuera de la manta. El agotamiento y el calor lo tumbaron a un sueño profundo.

Al día siguiente, Raúl se levantó y guardó todas sus cosas. Creyó que no era un buen lugar para realizar su trabajo, ya que no se acostumbraba a ese clima tan caluroso. Necesitaba volver a la ciudad cuanto antes. Caminó hacia el lugar donde se había despedido de los primeros guías, para dirigirse a la reserva donde estaría el grupo con el que cruzó el río. En el camino se cruzó con la niña que tenía los dibujos en el cuerpo. Lo miró y produjo unos sonidos que Raúl no comprendió. La niña sonrió e hizo un gesto con la mano. Raúl se alejó lentamente y caminó sin devolverle la mirada.






EL COLCHÓN DE LOS RESORTES ROTOS

El señor Beltrán se despertó dolorido. Tomó la sábana de un extremo y, sin levantar el cuerpo de la cama, la desenganchó y el colchón quedó al descubierto. Debajo de la tela rota, había unos pequeños resortes oxidados, alrededor de los cuales, la goma espuma color naranja estaba enmohecida en algunas áreas.
Él no sabía si el colchón fue siempre duro o lo notaba ahora que dormía sólo. Su mujer, Elena Díaz de Beltrán, había muerto de neumonía dos meses atrás a los 56 años. Desde el día en que se conocieron ella le dijo que sus pulmones eran débiles pero que cocinaba como una cocinera profesional. El plato preferido del señor Beltrán era el mondongo. Elena detestaba el mondongo pero lo hacía porque le gustaba mirar mientras su esposo devoraba la porción destinando breves pausas a mojar el pan en el plato.
No tuvieron hijos y, a los 60 años, el señor Beltrán tenía sólo un sobrino al que no veía seguido. Lisandro vivía en Lomas de Zamora, era mucho viaje desde Saavedra, así que resolvieron verse sólo en las celebraciones y en los funerales. Cuando murió Elena, Lisandro fue el primero en abrazarlo durante el velatorio.
Llegó la hora de la siesta y el señor Beltrán se acostó boca arriba sobre la cama. Pensó que el colchón no era tan incómodo de día y miró el techo durante varios minutos. Construyó distintos tipos de animales y plantas con la unión de las manchas negras. Una luz tenue se filtraba entre las hendijas de la persiana que da a un patio interno. Bajó la mirada y vio la imagen sobre la mesa de luz, quiso evitarla pero le llamó la atención la fauna que adornaba el fondo. La fotografía pertenecía a una de las vacaciones que el matrimonio pasó en la costa. Elena posaba sonriente mientras presentaba, con un gesto de sus manos, el paisaje que la envolvía detrás. Él pensó que ese colchón le iba a arruinar la espalda y decidió que compraría uno nuevo. Se acercó a la máquina de escribir. Se miró los dedos. Pensó en adelantar trabajo. Desde la muerte de Elena, el señor Beltrán escribía algunos artículos desde su casa. A veces, envían desde la empresa a un chico de unos dieciocho años a buscar los escritos. Algunos días fue Beltrán quien se acercó a las oficinas. Antes de incorporarse discó el número de teléfono del trabajo.
—  PrintPress Hermanos.
— Buenos días, soy César Beltrán, ¿me comunicaría con el señor Rottstein por favor?
— César, ¿cómo le va?, lamento su pérdida.
— Está bien querida, ¿se encuentra Rottstein?
— Ya se lo paso.
Terminó de incorporarse y enroscó el cable del teléfono con los dedos.
— César, ¡qué bueno escucharlo!
— Igualmente señor, quería avisarle que mañana vuelvo a mi puesto.
— No se haga problema César, tómese el tiempo que necesite.
— Le agradezco pero no creo que pueda estar mucho sin trabajar.
— Imagino que no, pero ya sabe, cuando pueda.
— Nos vemos mañana entonces, hasta luego.

Al día siguiente, el señor Beltrán salió a barrer la vereda. Por primera vez no tenía ganas de ir a trabajar. Tampoco tenía ganas de avisar que finalmente no iría. El sol estaba incrustado en el medio del cielo a las doce y sólo lo detenían algunos árboles. Levantó el polvo de la vereda y descubrió que unas pequeñas flores blancas se asomaban entre las divisiones de las baldosas. Oyó un silbido desde la vereda de enfrente. Eran tres de los ocho hijos de la señora Hernández. Ella es viuda y a penas tiene para comer, según se dice en los almacenes del barrio. Los hermanos le silbaban a él.
— ¿Qúe quieren? preguntó
— Estamos paseando, ¿qué, no se puede?
El señor Beltrán bajó la cabeza y se dedicó a barrer. Manejaba la escoba con más envión que antes de la aparición de los hermanos. Se fueron por el medio de la calle y doblaron a la derecha en la primera calle que cruzaba a Manzanares.
Entró en la casa y acomodó una fuente beige de porcelana que estaba en uno de los estantes del zaguán. Cruzó por el pasillo de cuadros gigantes y, en la cocina, prendió un cigarrillo que fumó con pitadas profundas. Detuvo su mirada. Los hongos se unían y creaban una gran mancha negra con bordes verdes en la unión del techo y la pared. Sonó el teléfono.
— Tío, ¿cómo andás?
— Lisandrito, ¿Qué contás?
— Bien, quería saber si necesitás algo.
— Mirá querido, necesito dormir.
— ¿Pero no pudiste dormir ni unas horas?
— Lo mesmo que nada querido.
— Necesitás tiempo.
— Es el colchón que está estropeado, uno se levanta duro.
— Dejáme que yo me lo llevo y lo remedio. Te acompaño a comprar otro si querés.
— No sé, mañana me doy una vuelta por el local de almohadas y colchones.
— Está bien, avisáme si tenés algún inconveniente.
— Claro, voy a cocinar algo, saludáme a Noemí.
— Adiós.

Se fue a dormir. Se despertó a las 6 de la mañana. Le dolía la espalda, el cuello y las costillas. Cada vez que se daba vueltas en la cama se despertaba porque su cuerpo tocaba con las maderas. Sus ojos estaban hundidos y le dolían los huesos de la cara que apretujó con ayuda de los dientes durante la noche. Fue hasta el baño, se echó agua en la cara. En su cuarto, miró el traje que usaba para ir todos los días a la redacción, lo guardó y se puso una camiseta blanca, sobre la cual se abotonó una camisa gris de tela fina para el verano. Salió a la calle para ir al local de colchones. Encendió el Peugeout 404 y arrancó. Dobló a la derecha y vio la figura huesuda de la señora Hernández que lo miraba mientras giraba el manubrio. Ella simplemente lo miró pero no atinó siquiera a saludarlo. Él hizo un breve gesto que murió a mitad de camino ya que intuyó que ella no iba a responder al mismo. Después de unas cuantas cuadras, llegó al local. Uno de los vendedores se acercó al señor Beltrán y charlaron durante varios minutos mientras miraban colchones. Volvió a su casa. En cuanto entró, sonó el teléfono.
— Tío, ¿cómo andás?
— No bien llego y ya me estoy yendo querido, ¿te puedo llamar más tarde?
— ¿A dónde vas?
— Voy a comprarme un colchón nuevo, vengo de allí y el vendedor me dijo que hacen descuento si llevo mi colchón.
— Ah, ya me había ilusionado con traérmelo yo.
— Es que así es más barato, dijo el señor Beltrán con un tono amistoso.
— Te llamo más tarde entonces.

Salió por segunda vez en el día a la calle. Eran las cuatro de la tarde y el barrio todavía no salía de la siesta. Se sentó en el auto, el ruido del motor repercutió en toda la cuadra, bajó la ventanilla y giró su cabeza a la izquierda luego de que la señora Hernández le tocara el brazo. Se asustó pero ocultó los nervios con una gran sonrisa. Ella mantuvo su mano sobre el brazo del señor Beltrán.

— ¿De dónde sacó ese colchón don Beltrán?
— Lo llevo a cambiarlo por uno nuevo, así es más barato.
— ¿No quiere pensarlo? A mi me vendría muy bien.
Él sintió pena por ella. La señora tenía ojos marrones que, por momentos, parecían amarillos. La piel de los brazos le colgaba de los huesos finos y los rulos se aplastaban contra el techo del vehículo.
— Lo siento, tengo que arrancar.
— Vaya, vaya- dijo ella al tiempo que movía la mandíbula hacia la derecha y seguía el recorrido del auto desde donde quedó parada.

Llegó  a la puerta del local y vio al vendedor desde afuera. Estaba por salir del auto, pero decidió que podía mantener el colchón por unos meses más. Se metió en el auto y arrancó rápido para que no ser visto por el vendedor.
El señor Beltrán volvía angustiado y disfrutaba del sol que pegaba en el vidrio de adelante y lo enceguecía. Pensó en volver al local y deshacerse del colchón. El barrio estaba en pausa. Eligió doblar en una calle que nunca transitaba y el sol desapareció. La pequeña calle estaba repleta de árboles de naranjos y él redujo la velocidad. Al final de la calle aparecían las figuras escuálidas de los hermanos de enfrente. Tres de ellos se ayudaban para arrancar las naranjas del árbol de la esquina. Otros tres se pararon en el medio de la calle y el señor Beltrán frenó el coche. El mayor se acercó hasta la ventanilla, escupió en la calle y lo miró fijo sin decir nada. Sus ojos eran verdes y no llevaba camiseta. Le corrían las gotas de sudor por la frente y cada vez metía la cabeza más adentro del vehículo.
— ¿Qué pasa? Dijo el señor Beltrán con la garganta seca
— Dénos el colchón.
—    No puedo, no puedo dormir en el piso.
Oyó un ruido en la chapa del baúl y vio que uno de los hermanos arrojaba naranjas desde un árbol al cual estaba trepado. El mayor comenzó a desenganchar el cordón que mantenía el colchón sobre el techo. Inesperadamente el señor Beltrán le dio un golpe en la panza al joven, sin salir del auto. Nunca había golpeado a nadie. El joven abrió la puerta y lo tomó del brazo.
—    Afuera—  dijo.
Le apretujó el cuello y lo miraba con sus ojos verdes que se movían de un lado a otro mientras apretaba los dientes. Las gotas de sudor aparecían más espesas en su rostro y se mezclaban con las manchas de tierra que tenía en la cara. Lo empujó y cayó al piso. Los hermanos se subieron al coche y arrancaron. El colchón tambaleaba sobre el techo. 

EL TALLER

El gato la arañó mientras jugaban pero a ella no le importó. Francisca entró a la casa apurada por el grito de su madre: _¡Está la comida!_ El gato corrió en dirección contraria. Carmen se sentó en la punta para observar a su hija comer. Le preguntó: _¿Está rico?_ De los poros invisibles de la carne, chorreó la sangre, que ensalzó las papas. Francisca comió desesperada. Cuando terminó, atravesó el zaguán y llegó hasta la puerta. En cuanto la abrió, leyó como de costumbre las letras gigantes, pintadas sobre la pared de enfrente: “El taller de los hermanos”. Horacio, mecánico y dueño del taller contrató a los tres hermanos para que lo asistan en las tareas diarias. El más grande se ocupa de los casos serios, autos que permanecían dos o tres días estacionados. El del medio infla gomas y lustra chapas. El menor les alcanza cosas y ceba mate. La silla de ruedas está oxidada y es casi incontrolable. El asiento es de mimbre y los apoya brazos, de madera.

Horacio los contrató cuando la madre de los tres hermanos murió. El padre murió hace tiempo. El menor, nació inválido. Por las tardes, observaba cómo la niña jugaba con su gato nuevo. Llegó la hora del almuerzo y empujó las ruedas de la silla hacia el interior del taller. Se unió a una mesa improvisada, tapada de papel para envolver fiambre. El envoltorio tenía las aureolas de grasa de paleta y queso. El mayor de los hermanos abrió los panes con una mano mientras sostenía un cigarro con la otra. El menor se llevó el sándwich a la boca y las migas se le amontonaron sobre la falda. Tomó agua mientras masticaba y tragó. Los hermanos intercambiaron palabras con Horacio; él escuchaba y comía. El menor giró la silla y se dirigió hacia la puerta.

En la vereda de enfrente, la niña mesía al gato y lo acurrucaba contra su pecho. Los dos hermanos terminaron de comer y salieron del taller. Horacio se fue para el fondo a dormir la siesta. Francisca levantó la cabeza cuando los hermanos salieron del taller y vio que el muchacho de la silla de ruedas se quedó en la puerta. Cruzó y le enseñó la criatura que tenía dormida entre sus brazos. Él avanzó con la silla. El animal se movió y le corrió el vestido de lugar, le lastimó las piernas. Las ruedas tocaron los zapatos de la niña. Cualquier roce provocaba malestar en esas tardes calurosas de Capital. Las casas bajas del barrio retenían el sol por más tiempo y expandían un halo de vapor que cubría los techos de todas las casas. En el parque no quedaba nadie a esa hora. El gato se dio vuelta y se lanzó de los brazos de la niña al suelo. Él intentó atraparlo. El animal se escondió detrás de un mueble dentro del taller y él giró la silla. Un pedazo de vestido de la niña voló y se desprendió en el forcejeo previo. Avanzó con la silla a toda velocidad y chocó el mueble donde se escondió el gato. 

La niña corrió detrás de la silla, casi a la par, tropezó y cayó enchastrada en la sangre del animal. La criatura lanzó los gemidos que anunciaban su muerte. La niña apoyó la cabeza sobre los brazos de la silla. Él le sujetó los pelos negros que se embadurnaron con la sangre y rió como hacía tiempo que no reía. Ella quiso escapar y patinó en el suelo con su vestido roto y su pelo suelto. Su cara dio contra el piso de cemento y los rayos de la rueda le seguían acomodando los rulos en el piso. Cada roce entre la silla y el vestido desteñido marcaba un nuevo segundo que era imposible retener. Era imposible volver atrás. Él intentó reconocer la cara debajo del pelo y empujó la silla hacia atrás para alejarse. Se sentó a la mesa y observó el papel manchado con aureolas de grasa y rodeado de migas de pan.