Obra publicada el Domingo 27 de marzo de 2011 en la sección Microrrelatos del suplemento de Cultura del diario Perfil.
Editada en abril de 2015 en la antología de cuentos Caleidoscopio, publicada por Editorial Dunken (Compilador: Leo Ramón)
Editada en abril de 2015 en la antología de cuentos Caleidoscopio, publicada por Editorial Dunken (Compilador: Leo Ramón)
Ilustración: Marta Toledo |
Entró en la casa como
si alguien lo persiguiera. Cerró la puerta y se pegó a ella tras el golpazo. No
se daba cuenta de que yo lo veía. Tiró la mochila y, en la cocina, la vieja le
preguntó: “¿Qué te hiciste en el pelo?”. El pelo de Gustavo estaba cortado al
ras y creo que lloraba. Balbuceaba sobre la blusa de seda de mamá. Venía el
verano.
Se hizo de noche y
nos sentamos todos a comer: Estofado. Papá le pidió a mamá un trapo para
limpiar el vino que derramó sobre la mesa, la cabecera de la mesa. Mi hermano
Gustavo comía con la cabeza casi tocando el plato. Antonio y Eusebio comentaban
sobre las ropas cortas de las chicas en la universidad. Me quedé dormido
temprano.
Al día siguiente di
vueltas con la bicicleta alrededor del árbol de jazmines en el jardín de
adelante, mientras mi vieja baldeaba el patio. Llegó Gustavo de la calle,
empujó la reja y mamá soltó la manguera. Fuimos los tres al vestíbulo a
escuchar la radio. Siempre escuchábamos tango pero esta vez estábamos atentos
al relator. Yo hacía que me interesaba. Esperábamos algo. No sabía qué pero
esperaba con ellos. De pronto: “documentos terminados en 846, número 120” gritó el relator. “¡Qué
suertudos, número bajo!” repetía Gustavo “¡Qué suertudos, qué suertudos!”. Creo
que yo también estaba histérico. La vieja hacía gestos de despreocupada
mientras se frotaba las manos sobre la falda. El locutor continuó con los
números. “¡Número medio, mierda! Me van a llevar” dijo Gustavo y le sangraban
los labios. ¿A dónde lo llevarían? Siempre se llevaban a alguien a algún lado.
Alguien se los llevaba.
Ahora sólo queda
esperar a que crezca algún bulto, un quiste, una molestia, algo que irrite o
pique para dar un paso al costado de esa hilera de jóvenes sanos que marchan al
compás de las vibraciones de saturación megafónica en los pasillos de la
revisación médica.
Mamá me mandó hacer
mandados. Di una vuelta con la bici alrededor de la plaza mientras jugaba
mentalmente con los números que repetía el relator, sumaba las tres cifras y
armaba nuevos números. Al menos mis números eran todos bajos. Gustavo se tenía
que ir de casa, eso dijeron después de la radio. Sentí una fuerza extraña que
ingresaba en las casas del barrio y penetraba la rutina de la siesta,
almidonaba nuestro caminar holgado.
Cuando volví a casa,
la Nena estaba consolando a Gustavo. Nunca supe si ella era hombre o mujer,
creo que en ese momento simplemente no me lo preguntaba. La Nena llevaba un
loro en el hombro y siempre tenía olor a alcohol, una vez me dio de probar
licor de huevo. Llegaron Antonio y Eusebio y se enteraron de que a Gustavo le
había tocado número medio. “Andá a juntar uvas de la parra de al lado, que
éstas no están maduras” me dijo mamá. Salí al patio y lo vi tirado en el pasto,
sostenía una rama en su boca. El sol le resaltaba los ojos verdes. Cruzó los
brazos por detrás de la nunca y me miró; sonrió. A la semana siguiente, Gustavo
tenía las valijas hechas, nos dio un abrazo a cada uno y lo pasó a buscar un
micro.
Pasaron varios meses
porque vino el verano y después otra vez la escuela. A mí me raparon también
para evitar los piojos. Sentí que se metían con mi cuerpo, el contagio estaba
en los lugares públicos, decían. Cualquier lugar de reunión era peligroso
porque ayudaba a la propagación. Me pelaron pero volví rascándome más que
nunca, tomé la leche y me fui a jugar al patio, no había nadie en casa. El sol
no tenía la misma fuerza que unas semanas atrás. Mientras pateaba la pelota,
sentí el ruido de las rejas, llegaba mamá con Pilar. “Pasarse por tonto no
sirvió, pie plano no sirvió, lo tomaron igual” dijo mamá. “Calmáte” le dijo la
gallega.
Gustavo pasaba
algunos fines de semana por casa, lo vi varias veces arrodillado en el
vestíbulo frente a la repisa que soporta las vírgenes en miniatura y las
estampitas. Siempre nos cuenta que a la mayoría de sus compañeros los llevan al
sur, y a mí nunca me dejan escuchar las conversaciones. A mí me separan con
mandados: manteca de la china, fiambre de lo de don Lilo, el quiosco de
Margarita. Un día Gustavo contó en la cena que se le disparó una ametralladora
accidentalmente en el cuartel, y le sellaron un papel con unas siglas, algo así
como inútil para el servicio militar. Lo mandaron unos días para casa pero no
pudo zafar, cuando necesitan más pibes en el sur, cualquiera es buen partido,
lo importante era el número, siempre los números. Se fue.
A partir de ese
momento, la vieja ponía la radio pero ya no se escuchaba tango. Papá llegaba de
la fábrica y preguntaba si había alguna novedad. Antonio y Eusebio quemaban
folletos, “se está poniendo cada vez más fea la cosa” decían. La Nena estaba
más borracha que de costumbre y la vecina insistía en que había que irse a
España. A Gustavo no lo vi nunca más. Yo le seguí dando vueltas a la plaza y
sentí placer porque todavía me puedo acurrucar en los rincones de mi casa y
nadie me hace problema. Pero comprobé que hay un techo, que está ahí, inmóvil.
Yo me voy a topar con eso también y, al asomar el cogote, me la van a dar.
Pronto voy a tener que escuchar la radio mientras la vieja se amasa la falda
con las manos, pronto van a preguntar por mí y yo no sé dónde voy a estar, no
sé si voy a estar.