viernes, 6 de enero de 2012

LA MEDIANERA*


Esa noche Nora se quedó despierta hasta las cinco mirando la pared que limita con la terraza del departamento de al lado. Le parecía injusto lo que le sucedía. Y ahí estaba la rata otra vez, con sus patas pequeñas y el hocico impaciente por comer las pastillitas de veneno que ella había depositado sobre la medianera.

Nando ya no iba a la escuela. Nora decidió que no era conveniente que su hijo se rodeara de niños que podían lastimarlo con crueldades de niños. Ella conoció la felicidad cuando heredó dos departamentos y casi una fortuna de su padre Lorenzo, quien trabajó desde pequeño y murió a los setenta y cinco años de un derrame cerebral.

A partir de ese momento, Nora frecuentó menos a sus amigas. Ella se daba cuenta de eso, a veces jugaba con el destino a no salir de su casa por diez días, jugaba a que tenía dentro de esos metros cuadrados todo lo que quería.
Nando se despertó a las diez de la mañana y Nora le preparó el desayuno. Él se arremangó el sweater con el que durmió y chequeó su brazo para verificar que el hematoma estaba aún allí. Se sentó a la mesa y desparramó azúcar sobre un pan untado en manteca. Lo llevó a la boca y dejó la marca de los dientes en la mitad del pan que depositó en el plato. Le dio un sorbo al café con leche. Nora se acercó a la mesa, le dio un beso a en la mejilla, pasó la mano por su pelo marrón y lacio y se marchó al comedor arrastrando las pantuflas celestes. Se sentó en el sillón. De vez en cuando miraba hacia la puerta. Escuchaba pasos. Desde que su marido Raúl había muerto escuchaba pisadas subiendo escalones y luego, la llave que ingresaba en la cerradura daba un giro y, finalmente, abría la puerta que hacía cantar ángeles. A las seis de la tarde, se dio cuenta de que Raúl no iba a llegar, como todos los días. Apretujó los dientes, lloró y se dirigió al baño. Cuando salió, se chocó con aquella mesita negra que soportaba desodorantes y perfumes y todos los frascos cayeron al suelo. El líquido se desparramó en distintas direcciones a diferente velocidad pero las ramificaciones no se alejaban del epicentro del derrame, no cruzaban más allá del siguiente tramo de piso, ese era otro terreno.

Abrió el ventanal que daba a la terraza y esparció pastillas de veneno sobre la medianera. Escuchó ruidos de plantas y supuso que la rata estaba por salir. La terraza de los vecinos tenía un farol encendido. Nora se cansó de esperar y entró. Tomó un té en las sillas de mimbre del invernadero que daba a la terraza. Vio a través de la ventana una sombra que se dirigió veloz
de derecha a izquierda. De pronto, otra sombra. Nora creyó que se estaban multiplicando, algo de nunca acabar. Salió eufórica a la terraza y las dos ratas se tropezaron una con otra al momento de huir. Desaparecieron. Nora cerró el ventanal y entró aliviada, las vio comer el veneno así que se quedó tranquila. Buscó al niño. -¡Nando!- gritó. A veces desaparecía por días y lo encontraba escondido en algún ropero. A veces ella simplemente se olvidaba de buscar.

Entró al cuarto y se miró en el espejo. Giró hacia la izquierda cuando entró Nando.
-         ­¿Qué te pasó? Preguntó el niño.
-         Ya te dije que no te metas en mi cuarto. Andáte de acá, ¡vamos!
Nando corrió hasta el cuarto contiguo a la terraza. Ella corrió detrás y cuando lo alcanzó a manotear de los pelos se paralizó. Ahí estaba la rata comiendo las pastillas verdes, quieta. Se acercó la segunda. Parecían estar una arriba de la otra, comían las dos. A través de los vidrios deformantes parecían un gran animal, pegoteadas como estaban, triturando los confites. Nora creía tener la solución para todo pero a veces deseaba que alguien de afuera la ayudara. En uno de esos momentos llamó al fumigador, quien le dijo que pasaría a la mañana siguiente.
Esa noche Nora no pudo dormir. Se despertó en la madrugada y fue hasta el cuarto  invernadero. Las ratas no estaban. Buscó a Nando. No lo encontró en su habitación. A las siete de la mañana sonó el teléfono. Nora atendió, era el fumigador.

-         Señora, no voy  a poder pasar hasta después del mediodía, dijo la voz del otro lado del teléfono.
-         ¿Cómo que no? ¿Pero y las ratas?
-         Tranquila, alrededor de la una estoy ahí.
Nora dejó de escuchar y colgó. Caminó por toda la casa. Se sentó en el sillón del comedor, prendió un cigarro. Esperaba al fumigador como esperaba a Raúl. Ninguno llegaba. Escuchó pasos en el pasillo principal del departamento y gritó ¡Nando, ¿sos vos?! Se dirigió al cuarto de servicio, abrió el ropero. Nando estaba ahí con el mentón apoyado sobre las rodillas. Sonó el teléfono. Nando salió corriendo por detrás de ella y se metió en uno de los cuartos. Nora atendió.
-         ¿Quién habla?
-         Hola Nora, hay alguien en la puerta de calle que pregunta por vos, creo que dijo que es el fumigador.
-         Yo tengo timbre también, ¡que toque el botón de mi piso el imbécil!
Nora abrió la puerta dispuesta a bajar los cuatro pisos por escalera para ir a planta baja, le temía a los ascensores. Se dio cuenta de que sólo tenía puesto un sostén, la encandiló un rayo de luz que se filtró del exterior, retrocedió, fue hasta el cuarto de las plantas y salió a la terraza a buscar la bata que había colgado. Desprendió la bata de los broches y cuando volteó la cabeza estaba una de las ratas masticando un cable. Nora agarró una escoba vieja que estaba tirada y se acercó lentamente. Bajó la escoba con fuerza y la rata se subió a la medianera. Sus movimientos se alentaron y se quedó inmóvil en aquel lugar donde su único objetivo era triturar con placer el plástico que rodeaba el polvo venenoide. 

Nando se dirigió a la puerta del comedor y encontró la puerta entornada. Nora corrió hacia el comedor también. El niño estaba abriendo la puerta cuando vio que su madre venía detrás y sus movimientos se alentaron, como si quisiera que lo alcance. Se quedó inmóvil antes de poner un pie sobre el piso de afuera de la puerta, en el cual las formas de las baldosas eran distintas que las del interior del departamento. La mano alcanzó el cuerpo del niño y repercutió en todo el edificio un ruido de explosión que salpicó el mármol de las barandas y las baldosas. Estas cambiaron su aspecto. Lentamente eran cubiertas por el líquido espeso que se deslizaba y se ramificaba sin alejarse demasiado del epicentro del derrame, no cruzaba más allá del siguiente tramo de piso, ese era otro terreno.

*Cuento seleccionado en el marco del concurso literario APAIB 2013. Segunda mención Premios APAIB 2013.

http://www.apaib.org.ar





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