sábado, 7 de enero de 2012

AL RAS

Obra publicada el Domingo 27 de marzo de 2011 en la sección Microrrelatos del suplemento de Cultura del diario Perfil.

Editada en abril de 2015 en la antología de cuentos Caleidoscopio, publicada por Editorial Dunken (Compilador: Leo Ramón)


Ilustración: Marta Toledo
Entró en la casa como si alguien lo persiguiera. Cerró la puerta y se pegó a ella tras el golpazo. No se daba cuenta de que yo lo veía. Tiró la mochila y, en la cocina, la vieja le preguntó: “¿Qué te hiciste en el pelo?”. El pelo de Gustavo estaba cortado al ras y creo que lloraba. Balbuceaba sobre la blusa de seda de mamá. Venía el verano.
Se hizo de noche y nos sentamos todos a comer: Estofado. Papá le pidió a mamá un trapo para limpiar el vino que derramó sobre la mesa, la cabecera de la mesa. Mi hermano Gustavo comía con la cabeza casi tocando el plato. Antonio y Eusebio comentaban sobre las ropas cortas de las chicas en la universidad. Me quedé dormido temprano.

Al día siguiente di vueltas con la bicicleta alrededor del árbol de jazmines en el jardín de adelante, mientras mi vieja baldeaba el patio. Llegó Gustavo de la calle, empujó la reja y mamá soltó la manguera. Fuimos los tres al vestíbulo a escuchar la radio. Siempre escuchábamos tango pero esta vez estábamos atentos al relator. Yo hacía que me interesaba. Esperábamos algo. No sabía qué pero esperaba con ellos. De pronto: “documentos terminados en 846, número 120” gritó el relator. “¡Qué suertudos, número bajo!” repetía Gustavo “¡Qué suertudos, qué suertudos!”. Creo que yo también estaba histérico. La vieja hacía gestos de despreocupada mientras se frotaba las manos sobre la falda. El locutor continuó con los números. “¡Número medio, mierda! Me van a llevar” dijo Gustavo y le sangraban los labios. ¿A dónde lo llevarían? Siempre se llevaban a alguien a algún lado. Alguien se los llevaba.
Ahora sólo queda esperar a que crezca algún bulto, un quiste, una molestia, algo que irrite o pique para dar un paso al costado de esa hilera de jóvenes sanos que marchan al compás de las vibraciones de saturación megafónica en los pasillos de la revisación médica.

Mamá me mandó hacer mandados. Di una vuelta con la bici alrededor de la plaza mientras jugaba mentalmente con los números que repetía el relator, sumaba las tres cifras y armaba nuevos números. Al menos mis números eran todos bajos. Gustavo se tenía que ir de casa, eso dijeron después de la radio. Sentí una fuerza extraña que ingresaba en las casas del barrio y penetraba la rutina de la siesta, almidonaba nuestro caminar holgado.
Cuando volví a casa, la Nena estaba consolando a Gustavo. Nunca supe si ella era hombre o mujer, creo que en ese momento simplemente no me lo preguntaba. La Nena llevaba un loro en el hombro y siempre tenía olor a alcohol, una vez me dio de probar licor de huevo. Llegaron Antonio y Eusebio y se enteraron de que a Gustavo le había tocado número medio. “Andá a juntar uvas de la parra de al lado, que éstas no están maduras” me dijo mamá. Salí al patio y lo vi tirado en el pasto, sostenía una rama en su boca. El sol le resaltaba los ojos verdes. Cruzó los brazos por detrás de la nunca y me miró; sonrió. A la semana siguiente, Gustavo tenía las valijas hechas, nos dio un abrazo a cada uno y lo pasó a buscar un micro.

Pasaron varios meses porque vino el verano y después otra vez la escuela. A mí me raparon también para evitar los piojos. Sentí que se metían con mi cuerpo, el contagio estaba en los lugares públicos, decían. Cualquier lugar de reunión era peligroso porque ayudaba a la propagación. Me pelaron pero volví rascándome más que nunca, tomé la leche y me fui a jugar al patio, no había nadie en casa. El sol no tenía la misma fuerza que unas semanas atrás. Mientras pateaba la pelota, sentí el ruido de las rejas, llegaba mamá con Pilar. “Pasarse por tonto no sirvió, pie plano no sirvió, lo tomaron igual” dijo mamá. “Calmáte” le dijo la gallega.

Gustavo pasaba algunos fines de semana por casa, lo vi varias veces arrodillado en el vestíbulo frente a la repisa que soporta las vírgenes en miniatura y las estampitas. Siempre nos cuenta que a la mayoría de sus compañeros los llevan al sur, y a mí nunca me dejan escuchar las conversaciones. A mí me separan con mandados: manteca de la china, fiambre de lo de don Lilo, el quiosco de Margarita. Un día Gustavo contó en la cena que se le disparó una ametralladora accidentalmente en el cuartel, y le sellaron un papel con unas siglas, algo así como inútil para el servicio militar. Lo mandaron unos días para casa pero no pudo zafar, cuando necesitan más pibes en el sur, cualquiera es buen partido, lo importante era el número, siempre los números. Se fue.

A partir de ese momento, la vieja ponía la radio pero ya no se escuchaba tango. Papá llegaba de la fábrica y preguntaba si había alguna novedad. Antonio y Eusebio quemaban folletos, “se está poniendo cada vez más fea la cosa” decían. La Nena estaba más borracha que de costumbre y la vecina insistía en que había que irse a España. A Gustavo no lo vi nunca más. Yo le seguí dando vueltas a la plaza y sentí placer porque todavía me puedo acurrucar en los rincones de mi casa y nadie me hace problema. Pero comprobé que hay un techo, que está ahí, inmóvil. Yo me voy a topar con eso también y, al asomar el cogote, me la van a dar. Pronto voy a tener que escuchar la radio mientras la vieja se amasa la falda con las manos, pronto van a preguntar por mí y yo no sé dónde voy a estar, no sé si voy a estar.





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