viernes, 6 de junio de 2014

6 AM

Desperté y me senté al pie de la cama. Escuché el sonido de los remolinos de viento que se forman en la terraza cuando el clima se pone feo. Las ramas se chocan entre sí y producen ruidos de olas que rompen en la tierra. Fui a la cocina, me serví un té. Mientras esperaba que la pava hierva, observé la estampita de un santo sobre la repisa que contiene las tazas. Hay una en color blanco y negro que simula el suelo de la costanera de Río de Janeiro. Acomodé los vasos, abrí la heladera, miré dentro pero no tomé nada. La pava hirvió y me serví el té. Observé las plantas que están arriba de la segunda repisa mientras esperaba que el té se entibie. Lavé dos platos que quedaron en la pileta luego de la fiesta de anoche. Miré por la ventana de la cocina que da a una segunda terraza y vi las plantas, de gran tamaño, se movían con el viento. Recordé que tuve un sueño donde yo estaba en la selva.

Escuché un ruido que provino de afuera, lo adjudiqué al viento, pero vi algo que se movió. El reflejo en la ventana devolvió mi imagen. Apagué la luz para ver mejor el patio. A oscuras, empecé a visualizar el área externa. Volvió a moverse y corrió hasta la escalera que lleva al techo. Intentó trepar y cayó. Corrí al comedor, revisé la puerta, estaba trabada. Escuché pasos en el techo. Volví a la cocina y prendí la luz. La estampita del santo estaba tirada en la pileta, sobre los platos sucios.

Tal vez no estoy tomando este té que no sabe a nada. Tal vez estoy recorriendo la costanera de Río (olí el mar y escuché el sonido de las olas que rompen contra el piso de arena)... O estoy en la terraza en el medio de la tormenta. Tal vez sigo sentado al pie de mi cama.



miércoles, 12 de marzo de 2014

REVERBERACIÓN OTOMICÓTICO-FRUTOIDE

Llevó su mano a la oreja y acarició una capa de pelusa en la zona del pabellón auricular. Sintió una inflamación en el tramo del conducto auditivo. Prefirió ignorar esa alarma insistente y preparó la bañera. Se inclinó para colocar el tapón en el piso del cubículo y cayó una gota de color rojo o rosa al agua. Un líquido tibio corrió desde adentro y se deslizó por el lóbulo de la oreja. Abrió el botiquín y tomó una gasa. Tocó el oído con sus dedos. Una protuberancia de color rosado asomó por el meato auditivo. En ese momento, se mareó y escuchó un zumbido agudo que se estabilizó luego. Un pitido permanente, un acufeno que tradujo sus pensamientos a un único sonido sin variación, ondulación o atisbo de expresividad. 

Se durmió durante unos minutos sobre el sofá. En el sueño que tuvo pasaron tres horas desde que comenzó hasta el inminente encuentro con el sujeto que lo asesinaría. Ingresó por la puerta de la cocina y ahí lo vio. Parado de espaldas a él, con un sombrero y un sobretodo. El clisé le dio la información, en el sueño, de que estaba cerca de despertar. Se acercó un poco más y esto disparó el regreso agobiante al sofá de la sala de estar. Abrió los ojos y lo buscó en cada rincón, sin moverse. Recordó que, ya en el sueño, sabía que no lo iba a encontrar. Mientras se borraban las últimas manchas de aquel terreno volátil, percibió la anestesia que secretó uno de sus oídos. Sintió movimientos internos e inclusive, externos, y perdió la audición del lado derecho al instante.

Surgió del oído interno el extremo delgado de una frutilla. La oreja se dividió en un sector superior y otro inferior; el surco por el cual asomó el extremo pulposo estableció el límite. Detrás, en la parte externa, las raíces pequeñas treparon por la nuca hasta la coronilla de la cabeza. La pulpa comenzó a ablandarse por la calidez de aquel micro-clima. Hileras de microorganismos se instalaron en la zona y pusieron en regla el terreno. Los ruidos, cada vez más fuertes, resquebrajaron los bordes del fruto y generaron una fina brecha entre aquel y las paredes del pabellón. Se sentó en la mesada de la cocina a esperar. La pulpa se hinchó y reventó. La explosión decoró azarosamente los azulejos y las alacenas. Sabía que, en cuestión de minutos, ya no escucharía más nada.


viernes, 22 de noviembre de 2013

EL ESQUELETO*

Caminó por el pasaje Emir Mercader, el más corto del barrio de Saavedra. Cruzó la avenida Goyeneche y se tiró en el pasto de las plazoletas. El sol comenzó a molestarle y se refugió bajo un árbol. Velas rojas por la macumba que hicieron ayer a la noche. Murga por las tardes, brujería por las noches. La piel se le ponía cada vez más blanca. Se miró los brazos. Surgían de los codos algunos brotes de piel color verde y negro. Miró alrededor y se relajó mientras las bicicletas pasaban. Familias y grupos de amigos jugaban a la pelota y andaban en patines. Cuando se cansó de mirar, se puso de pie, bordeó el muro de grafitis y llegó a las vías del tren. Se metió por el costado y recorrió el tramo de estación a estación a través de los yuyos.

El tren pasó varias veces pero no se asustó. Los tobillos empezaron a crujirle por cada paso que daba. Se miró las palmas de las manos y observó las líneas que quebraban la piel. Una pequeña gota de sangre le recorrió el dedo y cayó al pasto. Llegó a la avenida Cabildo pero todavía veía casas bajas. Se tocó la frente. Sudaba. Disminuyó el ritmo de la caminata y sintió que el corazón le bombeaba rápido. Las venas de la frente se le hincharon, una vecina le preguntó si estaba bien. Cabildo se transformó en avenida Santa Fe y, unos metros más adelante, el centro de la ciudad comenzó a tomar forma. La gente volteaba para verle el rostro. La piel de las mejillas y el pelo se le desprendían, sentía frío en la cara pero le ardía el cuerpo. Se sacó el pantalón, los zapatos y la camisa. Caminó unas cuantas cuadras sin ropa. Las personas se alejaban, se limpiaban con alcohol en gel y recurrían, temerosas, a los barbijos cuidadosamente guardados en sus carteras y portafolios. Cada vez se juntaban más autos y los vendedores ambulantes exhibían sus ofertas.

Llegó a la 9 de Julio, siguió su marcha por Cerrito. Levantó la vista y observó durante unos minutos el Obelisco. El sol le provocó otro sangrado en la cara y las orejas. Debajo de las rodillas y los codos, aparecieron los huesos. Se rompía la piel. No eran claros los límites entre el exterior y el interior de su cuerpo. Cuando llegó al otro lado de la avenida,  la columna vertebral asomó desde la mitad de la espalda hasta la nuca. Algunos ya no lo veían, con lo cual no tenía que preocuparse tanto por su aspecto.

Durante un largo tramo, caminó detrás de un hombre que fumaba en pipa. El humo le ingresaba directamente por los poros, donde aún había piel. El sol comenzó a esconderse y más gente salía de las oficinas. Todo se complicó cuando quedó casi inmovilizado entre los sujetos que entraban a la línea C del subterráneo. Los empujones le desprendieron los últimos trozos de piel. Encontró un hueco, realizó un movimiento estratégico y se pegó a la pared. Caminó hasta un edificio que tenía marcos de bronce en las puertas. Los huesos hacían ruidos cada vez más fuertes y los músculos se desintegraban. Se le desprendió el hueserío de la mandíbula. Los hombros se aflojaron y ejercieron peso sobre los brazos, que cayeron al suelo. Se anunció en la entrada y subió en el ascensor hasta el sexto piso.



Caminó por los pasillos, no encontraba la puerta. Intentó preguntar pero la gente prefería ignorarlo. Cualquier contacto visual podía terminar en pérdida de tiempo. Llegó hasta un ventanal, empujó con el tórax las puertas de vidrio y salió al balcón, que había sido empapelado con los carteles de las propagandas que trepaban desde la calle. Enfrente, la gente parecía convocada por un recital. Portafolios, camisas, pañuelos, banderas, altavoces, ruido. Era el momento justo para mostrarse y gritar. Allí cobraría más visibilidad. Movió los huesos y músculos que todavía le servían e intentó hablar pero salió poca voz. El fémur se descolgó y se partió contra el suelo. Perdió el pie izquierdo en el acto. El aire que le llegó al rostro le derritió los ojos por completo. El diafragma le empujó las costillas y se le desprendió el tórax. Los huesos se apilaron sobre las baldosas del balcón, al lado de las cajas que ya no entraban en la oficina. Montículo de huesos. Ahora ya se hizo tarde y el servicio descansa. Con suerte, mañana limpiarán la mugre del suelo.

*Publicado en la antología de cuentos "Marañas", compilado por Santiago Mazzuchini. Ediciones La Parte Maldita.


viernes, 17 de mayo de 2013

EL GALPÓN*



Se  acercaron hasta las puertas vidriadas de adelante. Un pedazo de cartel se desprendió del techo del almacén y le estropeó el hombro a uno de ellos. No teníamos vidrios blindados en las puertas de nuestro mini-mercado, que en realidad es más grande que un almacén. Los vecinos del centro le dicen “el mercadito”. En la parte de atrás vivimos nosotros. Es lo que queda de un caserón antiguo, las piezas dan al patio. Mi habitación está frente al galpón. Hay otros de estos mercaditos cerca de aquí. En mayor parte, los manejan orientales. Mi viejo se quiso mudar una vez a Devoto pero nos quedamos cerca del centro. Una vez que mi tío vino a vivir con nosotros, papá decidió que era mejor repartir los gastos entre ellos dos y ahí sí, todas las probabilidades de mudarme de esa construcción antigua terminaron. Todos mis deseos de tener a mi tío lejos, cesaron. Otro pedazo de cartel se desprendió del techo. Un segundo grupo se sumó a los primeros y comenzaron a romper los vidrios. La luz se filtró entre sus siluetas. No me daban miedo ellos, me daba miedo el contraluz. Mi abuelo se quedó en el fondo a pedido de mi viejo que tomó un palo y avanzó delante de mí. No teníamos luz desde las cuatro de la tarde pero todavía era de día. 

Mi tío salió del galpón de atrás con el cinturón en la mano, rodeó con este el pantalón de derecha a izquierda, ató la hebilla, se puso una remera y caminó hacia mí. Me tomó del brazo y me hizo el gesto de silencio. Siempre me obligaba a callarme cuando entraba al galpón y no me dejaba limpiar mi bicicleta. A lo lejos se escucharon disparos y los tipos que estaban en las puertas vidriadas de adelante desaparecieron. Escuchamos ruidos en el techo y nos movimos hacia las góndolas que daban al frente del local. Jugos de cartón color naranja y azul, paquetes de yerba, frascos de dulce de leche. El piso brillaba bajo la última línea de sol. Miré hacia afuera y en la vereda se pegaban a matar. El humo era cada vez más denso enfrente. Mi papá se asomó también, vigiló y sujetó con fuerza el palo. El sudor le caía por el cuerpo y, aunque intentaba limpiarlo con su pañuelo, surgió otra vez.

Mi tío apareció por el pasillo de los lácteos con un amigo que entró por el pasillo del PH de al lado. Seguro se trepó por la pared que coincide con nuestro patio ya que por adelante era imposible ingresar. Hablaron con mi papá y se dirigieron los dos hacia las escaleras que van al techo. Mi viejo se acercó y me indicó que volviera al galpón del fondo. Los siguió. Yo caminé entre los pasillos: sachés de leche, manzanas apiladas formando un triángulo perfecto, pequeños carteles con números que acompañan a cada producto. Mi papá y mi tío se encargan de hacer carteles nuevos todos los días. Comenzó una nueva seguidilla de ruidos, me dolió la cabeza. 

Corrí hasta el galpón de atrás y estornudé en cuanto entré. Me acomodé el reloj de malla de goma que me habían regalado para mi cumpleaños. Siempre eran dos regalos por uno; mi cumpleaños y Navidad eran lo mismo, pero yo cumplo antes de Navidad. Armábamos la pelo-pincho al lado del arbolito navideño y ahí sí empezaba el verano. Me arrimé a la ventana y vi siluetas a través de los vidrios gruesos; no pude distinguir los rostros. Pensé que si eran papá o mi tío me buscarían en el galpón. El sucucho está repleto de muebles y bicicletas. Miré hacia atrás y noté un hueco en la pared que nunca había visto antes. Ayer mi tío me encerró en el galpón mientras mi viejo leía el diario y tomaba su café en el único cuartito que se construyó en el techo del terreno. Papá hacía ese ritual casi todos los días y mi tío se enloquecía y jugaba, como un nene, a encerrarme en el galpón. Una vez que me escuchaba llorar, entraba a consolarme.
Por la ventana vi pasar a uno de los tipos con una escopeta en la mano. También pensé que podía ser un palo; los vidrios del galpón deforman las figuras y por eso es más confiable guiarse por los sonidos. En ese momento lo único que quise es ir a jugar a la plaza, pero hacía días que no me dejaban pisarla. Escuché un ruido afuera. Vi a través del vidrio un tipo trepado de la escalera que bajó del techo al patio. Se tiró y cayó casi parado, yo no supe qué hacer. De la nada, abrí la puerta, atravesé el patio, despedacé las hortensias y las calas, empujé la puerta que da a la cocina y cerré. No sé si él vino detrás. Abrí las puertas de abajo de la pileta y encontré el hueco vacío, atravesado por los caños del agua. Las cacerolas habían sido movidas de lugar después de ser usadas para bailar en la calle la noche anterior. Abrí el cajón de los cubiertos y saqué un cuchillo. Oscureció del todo y extrañé el sonido de los grillos en el vestíbulo. Los sonidos de afuera devoraron todo y decidí entrar al mercado otra vez. Atravesé las telas de plástico que colgaban desde el techo y me quedé parado. De pronto tiraron piedras contra el vidrio y me escondí detrás de una heladera. Se estaba incendiando la entrada. Aparecieron todos juntos y empezaron a agarrar los paquetes. Una explosión nos aturdió durante unos minutos. Fantasié con la idea de quedarme para siempre en ese momento de silencio. Tal vez el pánico dejaría de ser pánico si el silencio estuviera siempre allí para pulverizarlo.
El triángulo de las manzanas se desarmó y éstas se desparramaron por el suelo, se enchastraron con la mezcla del polvo proveniente de los zapatos y los jugos, liberados de sus cartones. Los sachés de leche reventaron contra el piso. Los primeros en entrar patinaron y, en el piso, se mezcló el sudor de sus cuerpos con los líquidos embarrados. Me levanté y me deslicé pegado a la pared, por detrás de la heladera de fiambres. Voló sobre mi cabeza una caja de madera contenedora de frutas y verduras, que estalló en la pared y chorreó el jugo de los tomates sobre mi espalda. No entendí por qué no llegaron a un acuerdo con papá. Supongo que se enfadaron cuando él colgó el cartel de “no se fía”. Los carteles eran muy importantes en esos días. La gente cambiaba el rostro al leerlos. Carteles por todas partes. Alguien los movía y yo los veía moverse. Todo flameaba en el aire sobre el fuego que subía y se prendía a los tubos de luz blanca que explotaron y se incrustaron en los cuerpos de los vecinos y de los que yo no conocía también. Vi a mi viejo a través de los vidrios de la heladera. Se enfrentó con uno que se llevaba unos paquetes de arroz y le partió un palo en la cabeza. Otra vez la misma sangre brotó y se unió al tramo que formaba ya un charco en el suelo alrededor de las piernas del extraño. Carmen, una vecina, se llevaba las leches. Mi tío la tomó del brazo y no pude ver más porque el humo tapó todo el pasillo. Salí por la puerta de atrás al patio. 

Entre todos los sonidos, volaron helicópteros por el cielo. Yo me detuve a mirar el patio a través de los vidrios del cuartito. El espesor grueso del cristal me permitió ver las figuras de los tipos que caían del techo a las baldosas. Salían y entraban del almacén al patio, por suerte nadie le prestó atención al galpón. Me pregunto si se veía mi sombra desde afuera. Salieron y entraron, podían ser mi viejo y mi tío pero no quise saber. Podían ser palos o escopetas pero el humo que me hizo lagrimear afuera no me dejó asomar. Me quedé inmóvil detrás de los vidrios sucios. Quieto, sin gritos en el galpón de atrás.

*Obra premiada por el Concurso Nacional La Historia la ganan los que escriben, publicada en el libro "A diez años del 19 y 20 de diciembre de 2001", antología de cuentos breves. Primera edición. Fortalecimiento de la Democracia. Presidencia de la Nación.

sábado, 7 de enero de 2012

AL RAS

Obra publicada el Domingo 27 de marzo de 2011 en la sección Microrrelatos del suplemento de Cultura del diario Perfil.

Editada en abril de 2015 en la antología de cuentos Caleidoscopio, publicada por Editorial Dunken (Compilador: Leo Ramón)


Ilustración: Marta Toledo
Entró en la casa como si alguien lo persiguiera. Cerró la puerta y se pegó a ella tras el golpazo. No se daba cuenta de que yo lo veía. Tiró la mochila y, en la cocina, la vieja le preguntó: “¿Qué te hiciste en el pelo?”. El pelo de Gustavo estaba cortado al ras y creo que lloraba. Balbuceaba sobre la blusa de seda de mamá. Venía el verano.
Se hizo de noche y nos sentamos todos a comer: Estofado. Papá le pidió a mamá un trapo para limpiar el vino que derramó sobre la mesa, la cabecera de la mesa. Mi hermano Gustavo comía con la cabeza casi tocando el plato. Antonio y Eusebio comentaban sobre las ropas cortas de las chicas en la universidad. Me quedé dormido temprano.

Al día siguiente di vueltas con la bicicleta alrededor del árbol de jazmines en el jardín de adelante, mientras mi vieja baldeaba el patio. Llegó Gustavo de la calle, empujó la reja y mamá soltó la manguera. Fuimos los tres al vestíbulo a escuchar la radio. Siempre escuchábamos tango pero esta vez estábamos atentos al relator. Yo hacía que me interesaba. Esperábamos algo. No sabía qué pero esperaba con ellos. De pronto: “documentos terminados en 846, número 120” gritó el relator. “¡Qué suertudos, número bajo!” repetía Gustavo “¡Qué suertudos, qué suertudos!”. Creo que yo también estaba histérico. La vieja hacía gestos de despreocupada mientras se frotaba las manos sobre la falda. El locutor continuó con los números. “¡Número medio, mierda! Me van a llevar” dijo Gustavo y le sangraban los labios. ¿A dónde lo llevarían? Siempre se llevaban a alguien a algún lado. Alguien se los llevaba.
Ahora sólo queda esperar a que crezca algún bulto, un quiste, una molestia, algo que irrite o pique para dar un paso al costado de esa hilera de jóvenes sanos que marchan al compás de las vibraciones de saturación megafónica en los pasillos de la revisación médica.

Mamá me mandó hacer mandados. Di una vuelta con la bici alrededor de la plaza mientras jugaba mentalmente con los números que repetía el relator, sumaba las tres cifras y armaba nuevos números. Al menos mis números eran todos bajos. Gustavo se tenía que ir de casa, eso dijeron después de la radio. Sentí una fuerza extraña que ingresaba en las casas del barrio y penetraba la rutina de la siesta, almidonaba nuestro caminar holgado.
Cuando volví a casa, la Nena estaba consolando a Gustavo. Nunca supe si ella era hombre o mujer, creo que en ese momento simplemente no me lo preguntaba. La Nena llevaba un loro en el hombro y siempre tenía olor a alcohol, una vez me dio de probar licor de huevo. Llegaron Antonio y Eusebio y se enteraron de que a Gustavo le había tocado número medio. “Andá a juntar uvas de la parra de al lado, que éstas no están maduras” me dijo mamá. Salí al patio y lo vi tirado en el pasto, sostenía una rama en su boca. El sol le resaltaba los ojos verdes. Cruzó los brazos por detrás de la nunca y me miró; sonrió. A la semana siguiente, Gustavo tenía las valijas hechas, nos dio un abrazo a cada uno y lo pasó a buscar un micro.

Pasaron varios meses porque vino el verano y después otra vez la escuela. A mí me raparon también para evitar los piojos. Sentí que se metían con mi cuerpo, el contagio estaba en los lugares públicos, decían. Cualquier lugar de reunión era peligroso porque ayudaba a la propagación. Me pelaron pero volví rascándome más que nunca, tomé la leche y me fui a jugar al patio, no había nadie en casa. El sol no tenía la misma fuerza que unas semanas atrás. Mientras pateaba la pelota, sentí el ruido de las rejas, llegaba mamá con Pilar. “Pasarse por tonto no sirvió, pie plano no sirvió, lo tomaron igual” dijo mamá. “Calmáte” le dijo la gallega.

Gustavo pasaba algunos fines de semana por casa, lo vi varias veces arrodillado en el vestíbulo frente a la repisa que soporta las vírgenes en miniatura y las estampitas. Siempre nos cuenta que a la mayoría de sus compañeros los llevan al sur, y a mí nunca me dejan escuchar las conversaciones. A mí me separan con mandados: manteca de la china, fiambre de lo de don Lilo, el quiosco de Margarita. Un día Gustavo contó en la cena que se le disparó una ametralladora accidentalmente en el cuartel, y le sellaron un papel con unas siglas, algo así como inútil para el servicio militar. Lo mandaron unos días para casa pero no pudo zafar, cuando necesitan más pibes en el sur, cualquiera es buen partido, lo importante era el número, siempre los números. Se fue.

A partir de ese momento, la vieja ponía la radio pero ya no se escuchaba tango. Papá llegaba de la fábrica y preguntaba si había alguna novedad. Antonio y Eusebio quemaban folletos, “se está poniendo cada vez más fea la cosa” decían. La Nena estaba más borracha que de costumbre y la vecina insistía en que había que irse a España. A Gustavo no lo vi nunca más. Yo le seguí dando vueltas a la plaza y sentí placer porque todavía me puedo acurrucar en los rincones de mi casa y nadie me hace problema. Pero comprobé que hay un techo, que está ahí, inmóvil. Yo me voy a topar con eso también y, al asomar el cogote, me la van a dar. Pronto voy a tener que escuchar la radio mientras la vieja se amasa la falda con las manos, pronto van a preguntar por mí y yo no sé dónde voy a estar, no sé si voy a estar.





viernes, 6 de enero de 2012

LA MEDIANERA*


Esa noche Nora se quedó despierta hasta las cinco mirando la pared que limita con la terraza del departamento de al lado. Le parecía injusto lo que le sucedía. Y ahí estaba la rata otra vez, con sus patas pequeñas y el hocico impaciente por comer las pastillitas de veneno que ella había depositado sobre la medianera.

Nando ya no iba a la escuela. Nora decidió que no era conveniente que su hijo se rodeara de niños que podían lastimarlo con crueldades de niños. Ella conoció la felicidad cuando heredó dos departamentos y casi una fortuna de su padre Lorenzo, quien trabajó desde pequeño y murió a los setenta y cinco años de un derrame cerebral.

A partir de ese momento, Nora frecuentó menos a sus amigas. Ella se daba cuenta de eso, a veces jugaba con el destino a no salir de su casa por diez días, jugaba a que tenía dentro de esos metros cuadrados todo lo que quería.
Nando se despertó a las diez de la mañana y Nora le preparó el desayuno. Él se arremangó el sweater con el que durmió y chequeó su brazo para verificar que el hematoma estaba aún allí. Se sentó a la mesa y desparramó azúcar sobre un pan untado en manteca. Lo llevó a la boca y dejó la marca de los dientes en la mitad del pan que depositó en el plato. Le dio un sorbo al café con leche. Nora se acercó a la mesa, le dio un beso a en la mejilla, pasó la mano por su pelo marrón y lacio y se marchó al comedor arrastrando las pantuflas celestes. Se sentó en el sillón. De vez en cuando miraba hacia la puerta. Escuchaba pasos. Desde que su marido Raúl había muerto escuchaba pisadas subiendo escalones y luego, la llave que ingresaba en la cerradura daba un giro y, finalmente, abría la puerta que hacía cantar ángeles. A las seis de la tarde, se dio cuenta de que Raúl no iba a llegar, como todos los días. Apretujó los dientes, lloró y se dirigió al baño. Cuando salió, se chocó con aquella mesita negra que soportaba desodorantes y perfumes y todos los frascos cayeron al suelo. El líquido se desparramó en distintas direcciones a diferente velocidad pero las ramificaciones no se alejaban del epicentro del derrame, no cruzaban más allá del siguiente tramo de piso, ese era otro terreno.

Abrió el ventanal que daba a la terraza y esparció pastillas de veneno sobre la medianera. Escuchó ruidos de plantas y supuso que la rata estaba por salir. La terraza de los vecinos tenía un farol encendido. Nora se cansó de esperar y entró. Tomó un té en las sillas de mimbre del invernadero que daba a la terraza. Vio a través de la ventana una sombra que se dirigió veloz
de derecha a izquierda. De pronto, otra sombra. Nora creyó que se estaban multiplicando, algo de nunca acabar. Salió eufórica a la terraza y las dos ratas se tropezaron una con otra al momento de huir. Desaparecieron. Nora cerró el ventanal y entró aliviada, las vio comer el veneno así que se quedó tranquila. Buscó al niño. -¡Nando!- gritó. A veces desaparecía por días y lo encontraba escondido en algún ropero. A veces ella simplemente se olvidaba de buscar.

Entró al cuarto y se miró en el espejo. Giró hacia la izquierda cuando entró Nando.
-         ­¿Qué te pasó? Preguntó el niño.
-         Ya te dije que no te metas en mi cuarto. Andáte de acá, ¡vamos!
Nando corrió hasta el cuarto contiguo a la terraza. Ella corrió detrás y cuando lo alcanzó a manotear de los pelos se paralizó. Ahí estaba la rata comiendo las pastillas verdes, quieta. Se acercó la segunda. Parecían estar una arriba de la otra, comían las dos. A través de los vidrios deformantes parecían un gran animal, pegoteadas como estaban, triturando los confites. Nora creía tener la solución para todo pero a veces deseaba que alguien de afuera la ayudara. En uno de esos momentos llamó al fumigador, quien le dijo que pasaría a la mañana siguiente.
Esa noche Nora no pudo dormir. Se despertó en la madrugada y fue hasta el cuarto  invernadero. Las ratas no estaban. Buscó a Nando. No lo encontró en su habitación. A las siete de la mañana sonó el teléfono. Nora atendió, era el fumigador.

-         Señora, no voy  a poder pasar hasta después del mediodía, dijo la voz del otro lado del teléfono.
-         ¿Cómo que no? ¿Pero y las ratas?
-         Tranquila, alrededor de la una estoy ahí.
Nora dejó de escuchar y colgó. Caminó por toda la casa. Se sentó en el sillón del comedor, prendió un cigarro. Esperaba al fumigador como esperaba a Raúl. Ninguno llegaba. Escuchó pasos en el pasillo principal del departamento y gritó ¡Nando, ¿sos vos?! Se dirigió al cuarto de servicio, abrió el ropero. Nando estaba ahí con el mentón apoyado sobre las rodillas. Sonó el teléfono. Nando salió corriendo por detrás de ella y se metió en uno de los cuartos. Nora atendió.
-         ¿Quién habla?
-         Hola Nora, hay alguien en la puerta de calle que pregunta por vos, creo que dijo que es el fumigador.
-         Yo tengo timbre también, ¡que toque el botón de mi piso el imbécil!
Nora abrió la puerta dispuesta a bajar los cuatro pisos por escalera para ir a planta baja, le temía a los ascensores. Se dio cuenta de que sólo tenía puesto un sostén, la encandiló un rayo de luz que se filtró del exterior, retrocedió, fue hasta el cuarto de las plantas y salió a la terraza a buscar la bata que había colgado. Desprendió la bata de los broches y cuando volteó la cabeza estaba una de las ratas masticando un cable. Nora agarró una escoba vieja que estaba tirada y se acercó lentamente. Bajó la escoba con fuerza y la rata se subió a la medianera. Sus movimientos se alentaron y se quedó inmóvil en aquel lugar donde su único objetivo era triturar con placer el plástico que rodeaba el polvo venenoide. 

Nando se dirigió a la puerta del comedor y encontró la puerta entornada. Nora corrió hacia el comedor también. El niño estaba abriendo la puerta cuando vio que su madre venía detrás y sus movimientos se alentaron, como si quisiera que lo alcance. Se quedó inmóvil antes de poner un pie sobre el piso de afuera de la puerta, en el cual las formas de las baldosas eran distintas que las del interior del departamento. La mano alcanzó el cuerpo del niño y repercutió en todo el edificio un ruido de explosión que salpicó el mármol de las barandas y las baldosas. Estas cambiaron su aspecto. Lentamente eran cubiertas por el líquido espeso que se deslizaba y se ramificaba sin alejarse demasiado del epicentro del derrame, no cruzaba más allá del siguiente tramo de piso, ese era otro terreno.

*Cuento seleccionado en el marco del concurso literario APAIB 2013. Segunda mención Premios APAIB 2013.

http://www.apaib.org.ar





jueves, 5 de enero de 2012

LA NIÑA DE LA SELVA

Raúl llegó hasta donde estaba el resto de su grupo. Cargó con el peso de su bolso y el portafolio en el que llevaba papeles y un grabador. Viajó con unas cuantas personas y tres guías en un pequeño barco que se abrió paso en el agua del Amazonas. El barco llegó a una especie de puerto y los pasajeros descendieron. Luego, los guías dividieron el grupo en dos canoas que los llevaron hasta el campamento donde recibiría a Raúl el jefe de la tribu. El grupo se dirigió a una reserva natural. Raúl esperó en la oscuridad a que lo buscaran. Luego de unos minutos apareció un hombre que se acercó hasta él. El hombre sostenía un faro pequeño y le hizo una seña para que lo siguiera.
Caminaron durante unos minutos, el descampado se transformaba en selva mientras avanzaban, hasta que llegaron al campamento, en el cual vio de cerca  las llamas de fuego que había visto desde el otro lado del río.

El hombre le dirigió unas palabras en español y en seguida habló en su lengua a otros dos hombres que pasaban por al lado. Uno de ellos cargaba sobre sus hombros una niña de unos diez años. Raúl siguió con su mirada el trayecto de los tipos, acompañó con un movimiento de su cabeza de izquierda a derecha los ojos de la niña, que giró su cabeza para no perderlo de vista. Una trenza larga anudaba el pelo de la niña, el cual se extendía hasta la cintura. Las pupilas negras casi le ganaban todo el espacio a la esclerótica. En ese instante, Raúl sintió un ardor seco en su brazo derecho. Algo lo picó. Él se había jurado a sí mismo que ninguna cosa rara de la naturaleza le arruinaría su viaje, nada evitaría que cumpla con su trabajo. Debía marcharse de ese lugar con las entrevistas e imágenes necesarias para escribir el artículo que le encomendaron en la redacción. A sus treinta y ocho años, Raúl nunca se había fracturado un hueso ni había estado internado. Le tenía demasiado miedo a los hospitales como para pasar una sola noche allí.

El hombre que lo recibió cuando llegó al campamento le dijo que esas picaduras producían fiebre. Raúl trataba de concentrarse en las actividades planeadas para el día siguiente para olvidar que ese bicho había entrado en contacto con su cuerpo. El hombre le mostró el lugar para dormir. Era una pequeña tienda alejada de las demás. Entró y acomodó el bolso y el portafolio en una esquina. Sacó unos papeles que pretendía leer antes de dormirse pero sentía que se desmayaba. Se acostó y apagó el farol que le habían entregado. De a poco, su vista se acomodó a la oscuridad y toda su atención se concentró en el brazo de la picadura. Llevó sus dedos hasta allí y rozó un bulto. Sintió algo húmedo y supuso que era sangre o agua. Escuchó unos pasos e inmediatamente ingresó en la tienda uno de los integrantes de la tribu con un recipiente que acercó hasta su cara.
_Bébalo_

Raúl no llegó a responder y el hombre se alejó. Bebió un sorbo grande de la vasija. No podía distinguir el sabor del líquido pero le recordaba a perfume de flores. Escuchó gritos agudos que venían desde alguna de las tiendas. Le costaba darse cuenta si eran risas de adultos o si era el quejido de una niña enferma. Por momentos parecía el sonido de niños desvelados. Luego de unos minutos aparecieron voces graves en tono de reto.

Al otro día se levantó y se sintió un poco mejor. Otro hombre le acercó una bebida que Raúl ingirió con desesperación. El calor era más intenso por las mañanas. Salió de la tienda. Pasaron tres hombres, uno de ellos llevaba una víbora muerta colgada de su cuello. Lo miraron y se dijeron algo entre ellos.
Raúl se acercó hasta la orilla del río y comenzó a observar las relaciones que entablaban los habitantes del pueblo. Por momentos deseaba volver a la tienda pero se convencía que eran el calor y la resaca de la picadura que le hacían sentir náuseas. Notó como todos los habitantes del lugar lo miraban con desconfianza. El hombre que lo había guiado hasta el campamento se acercó y le preguntó si sentía mejor. Caminaron por la orilla del río y Raúl sacó fotos a un pez gordo que, por momentos, parecía ser de color violeta bajo el brillo del sol.

A la noche, volvió la fiebre. Otro hombre le acercó una bebida.
_Usted estaba gritando_ le dijo
Raúl se incorporó y le aseguró que él no estaba gritando. Se rascó la barba y se tocó la frente con la mano, sudaba y se sentía un poco confundido. Bebió del recipiente mientras el hombre lo miraba fijo.
_Duerma_ le dijo, juntó el recipiente y salió de la tienda.
Raúl salió atrás de él y se quedó parado detrás de un árbol. El hombre se metió en otra tienda. Raúl escuchó que hablaban en voz alta pero no entendía lo que decían. A la derecha de la tienda, el fuego que había servido para la cena ya era cenizas. Escuchó gritos similares a los de la noche anterior. Esta vez, pudo distinguir el quejido de una niña. Seguían hablando en voz alta, parecían coincidir en sus palabras, todos los sonidos se acomodaron y se escuchó un rezo en conjunto. El coro era el quejido de la pequeña que, por momentos, se confundía con el sonido de un animal. Regresó a su carpa y se quedó dormido.

Cuando se despertó no había nadie en el campamento. Decidió recorrer el lugar. Se acercó hasta el río, comenzó a alejarse del campamento y se sentó en un tronco. Escribió en su talonario de apuntes la fecha. Le costó recordar el día con facilidad. Cuando levantó la cabeza para pensar se encontró con la mirada de aquella niña que lo miró el día que llegó. Los ojos grandes negros eran inconfundibles. El cuerpo de la pequeña tenía algunas marcas que parecían símbolos. Raúl creyó que esa era la niña que se quejó las noches anteriores y su cuerpo mal tratado comprobaba que era así.
Él le hizo un gesto para que se acercara. Ella salió corriendo y desapareció en la selva. Raúl llegó a escuchar el trote y el consecuente ruido de las plantas.

A la noche, comenzaron a llegar los habitantes que habían estado ausentes todo el día. Uno de los hombres que le alcanzó la bebida la noche anterior cargaba algo sobre el hombro, envuelto en una manta. Raúl miraba fijo la escena desde su tienda. Los hombres hablaron y el que cargaba con el saco empezó a caminar hacia la tienda más grande. Cuando se dio vuelta, Raúl vio que una mano pequeña salía del saco. Se convenció de que la fiebre había vuelto y esa sería la causa de su confusión. No podía ser una mano humana. Decidió salir de la carpa y logró ver que el saco estaba cerrado. Se mareó y otro de los hombres le alcanzó una vasija para que beba. La bebió y regresó a la tienda y se recostó. Se sentía cansado. Escuchó el trote de un animal que se acercaba cada vez más a su tienda. Se asomó, unos hombres corrían en la misma dirección que el animal. Decidió esperar a que regresaran. Unos minutos después pasó el hombre que cargaba el saco y Raúl vio que sobresalía una pata fuera de la manta. El agotamiento y el calor lo tumbaron a un sueño profundo.

Al día siguiente, Raúl se levantó y guardó todas sus cosas. Creyó que no era un buen lugar para realizar su trabajo, ya que no se acostumbraba a ese clima tan caluroso. Necesitaba volver a la ciudad cuanto antes. Caminó hacia el lugar donde se había despedido de los primeros guías, para dirigirse a la reserva donde estaría el grupo con el que cruzó el río. En el camino se cruzó con la niña que tenía los dibujos en el cuerpo. Lo miró y produjo unos sonidos que Raúl no comprendió. La niña sonrió e hizo un gesto con la mano. Raúl se alejó lentamente y caminó sin devolverle la mirada.