viernes, 17 de mayo de 2013

EL GALPÓN*



Se  acercaron hasta las puertas vidriadas de adelante. Un pedazo de cartel se desprendió del techo del almacén y le estropeó el hombro a uno de ellos. No teníamos vidrios blindados en las puertas de nuestro mini-mercado, que en realidad es más grande que un almacén. Los vecinos del centro le dicen “el mercadito”. En la parte de atrás vivimos nosotros. Es lo que queda de un caserón antiguo, las piezas dan al patio. Mi habitación está frente al galpón. Hay otros de estos mercaditos cerca de aquí. En mayor parte, los manejan orientales. Mi viejo se quiso mudar una vez a Devoto pero nos quedamos cerca del centro. Una vez que mi tío vino a vivir con nosotros, papá decidió que era mejor repartir los gastos entre ellos dos y ahí sí, todas las probabilidades de mudarme de esa construcción antigua terminaron. Todos mis deseos de tener a mi tío lejos, cesaron. Otro pedazo de cartel se desprendió del techo. Un segundo grupo se sumó a los primeros y comenzaron a romper los vidrios. La luz se filtró entre sus siluetas. No me daban miedo ellos, me daba miedo el contraluz. Mi abuelo se quedó en el fondo a pedido de mi viejo que tomó un palo y avanzó delante de mí. No teníamos luz desde las cuatro de la tarde pero todavía era de día. 

Mi tío salió del galpón de atrás con el cinturón en la mano, rodeó con este el pantalón de derecha a izquierda, ató la hebilla, se puso una remera y caminó hacia mí. Me tomó del brazo y me hizo el gesto de silencio. Siempre me obligaba a callarme cuando entraba al galpón y no me dejaba limpiar mi bicicleta. A lo lejos se escucharon disparos y los tipos que estaban en las puertas vidriadas de adelante desaparecieron. Escuchamos ruidos en el techo y nos movimos hacia las góndolas que daban al frente del local. Jugos de cartón color naranja y azul, paquetes de yerba, frascos de dulce de leche. El piso brillaba bajo la última línea de sol. Miré hacia afuera y en la vereda se pegaban a matar. El humo era cada vez más denso enfrente. Mi papá se asomó también, vigiló y sujetó con fuerza el palo. El sudor le caía por el cuerpo y, aunque intentaba limpiarlo con su pañuelo, surgió otra vez.

Mi tío apareció por el pasillo de los lácteos con un amigo que entró por el pasillo del PH de al lado. Seguro se trepó por la pared que coincide con nuestro patio ya que por adelante era imposible ingresar. Hablaron con mi papá y se dirigieron los dos hacia las escaleras que van al techo. Mi viejo se acercó y me indicó que volviera al galpón del fondo. Los siguió. Yo caminé entre los pasillos: sachés de leche, manzanas apiladas formando un triángulo perfecto, pequeños carteles con números que acompañan a cada producto. Mi papá y mi tío se encargan de hacer carteles nuevos todos los días. Comenzó una nueva seguidilla de ruidos, me dolió la cabeza. 

Corrí hasta el galpón de atrás y estornudé en cuanto entré. Me acomodé el reloj de malla de goma que me habían regalado para mi cumpleaños. Siempre eran dos regalos por uno; mi cumpleaños y Navidad eran lo mismo, pero yo cumplo antes de Navidad. Armábamos la pelo-pincho al lado del arbolito navideño y ahí sí empezaba el verano. Me arrimé a la ventana y vi siluetas a través de los vidrios gruesos; no pude distinguir los rostros. Pensé que si eran papá o mi tío me buscarían en el galpón. El sucucho está repleto de muebles y bicicletas. Miré hacia atrás y noté un hueco en la pared que nunca había visto antes. Ayer mi tío me encerró en el galpón mientras mi viejo leía el diario y tomaba su café en el único cuartito que se construyó en el techo del terreno. Papá hacía ese ritual casi todos los días y mi tío se enloquecía y jugaba, como un nene, a encerrarme en el galpón. Una vez que me escuchaba llorar, entraba a consolarme.
Por la ventana vi pasar a uno de los tipos con una escopeta en la mano. También pensé que podía ser un palo; los vidrios del galpón deforman las figuras y por eso es más confiable guiarse por los sonidos. En ese momento lo único que quise es ir a jugar a la plaza, pero hacía días que no me dejaban pisarla. Escuché un ruido afuera. Vi a través del vidrio un tipo trepado de la escalera que bajó del techo al patio. Se tiró y cayó casi parado, yo no supe qué hacer. De la nada, abrí la puerta, atravesé el patio, despedacé las hortensias y las calas, empujé la puerta que da a la cocina y cerré. No sé si él vino detrás. Abrí las puertas de abajo de la pileta y encontré el hueco vacío, atravesado por los caños del agua. Las cacerolas habían sido movidas de lugar después de ser usadas para bailar en la calle la noche anterior. Abrí el cajón de los cubiertos y saqué un cuchillo. Oscureció del todo y extrañé el sonido de los grillos en el vestíbulo. Los sonidos de afuera devoraron todo y decidí entrar al mercado otra vez. Atravesé las telas de plástico que colgaban desde el techo y me quedé parado. De pronto tiraron piedras contra el vidrio y me escondí detrás de una heladera. Se estaba incendiando la entrada. Aparecieron todos juntos y empezaron a agarrar los paquetes. Una explosión nos aturdió durante unos minutos. Fantasié con la idea de quedarme para siempre en ese momento de silencio. Tal vez el pánico dejaría de ser pánico si el silencio estuviera siempre allí para pulverizarlo.
El triángulo de las manzanas se desarmó y éstas se desparramaron por el suelo, se enchastraron con la mezcla del polvo proveniente de los zapatos y los jugos, liberados de sus cartones. Los sachés de leche reventaron contra el piso. Los primeros en entrar patinaron y, en el piso, se mezcló el sudor de sus cuerpos con los líquidos embarrados. Me levanté y me deslicé pegado a la pared, por detrás de la heladera de fiambres. Voló sobre mi cabeza una caja de madera contenedora de frutas y verduras, que estalló en la pared y chorreó el jugo de los tomates sobre mi espalda. No entendí por qué no llegaron a un acuerdo con papá. Supongo que se enfadaron cuando él colgó el cartel de “no se fía”. Los carteles eran muy importantes en esos días. La gente cambiaba el rostro al leerlos. Carteles por todas partes. Alguien los movía y yo los veía moverse. Todo flameaba en el aire sobre el fuego que subía y se prendía a los tubos de luz blanca que explotaron y se incrustaron en los cuerpos de los vecinos y de los que yo no conocía también. Vi a mi viejo a través de los vidrios de la heladera. Se enfrentó con uno que se llevaba unos paquetes de arroz y le partió un palo en la cabeza. Otra vez la misma sangre brotó y se unió al tramo que formaba ya un charco en el suelo alrededor de las piernas del extraño. Carmen, una vecina, se llevaba las leches. Mi tío la tomó del brazo y no pude ver más porque el humo tapó todo el pasillo. Salí por la puerta de atrás al patio. 

Entre todos los sonidos, volaron helicópteros por el cielo. Yo me detuve a mirar el patio a través de los vidrios del cuartito. El espesor grueso del cristal me permitió ver las figuras de los tipos que caían del techo a las baldosas. Salían y entraban del almacén al patio, por suerte nadie le prestó atención al galpón. Me pregunto si se veía mi sombra desde afuera. Salieron y entraron, podían ser mi viejo y mi tío pero no quise saber. Podían ser palos o escopetas pero el humo que me hizo lagrimear afuera no me dejó asomar. Me quedé inmóvil detrás de los vidrios sucios. Quieto, sin gritos en el galpón de atrás.

*Obra premiada por el Concurso Nacional La Historia la ganan los que escriben, publicada en el libro "A diez años del 19 y 20 de diciembre de 2001", antología de cuentos breves. Primera edición. Fortalecimiento de la Democracia. Presidencia de la Nación.

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