viernes, 22 de noviembre de 2013

EL ESQUELETO*

Caminó por el pasaje Emir Mercader, el más corto del barrio de Saavedra. Cruzó la avenida Goyeneche y se tiró en el pasto de las plazoletas. El sol comenzó a molestarle y se refugió bajo un árbol. Velas rojas por la macumba que hicieron ayer a la noche. Murga por las tardes, brujería por las noches. La piel se le ponía cada vez más blanca. Se miró los brazos. Surgían de los codos algunos brotes de piel color verde y negro. Miró alrededor y se relajó mientras las bicicletas pasaban. Familias y grupos de amigos jugaban a la pelota y andaban en patines. Cuando se cansó de mirar, se puso de pie, bordeó el muro de grafitis y llegó a las vías del tren. Se metió por el costado y recorrió el tramo de estación a estación a través de los yuyos.

El tren pasó varias veces pero no se asustó. Los tobillos empezaron a crujirle por cada paso que daba. Se miró las palmas de las manos y observó las líneas que quebraban la piel. Una pequeña gota de sangre le recorrió el dedo y cayó al pasto. Llegó a la avenida Cabildo pero todavía veía casas bajas. Se tocó la frente. Sudaba. Disminuyó el ritmo de la caminata y sintió que el corazón le bombeaba rápido. Las venas de la frente se le hincharon, una vecina le preguntó si estaba bien. Cabildo se transformó en avenida Santa Fe y, unos metros más adelante, el centro de la ciudad comenzó a tomar forma. La gente volteaba para verle el rostro. La piel de las mejillas y el pelo se le desprendían, sentía frío en la cara pero le ardía el cuerpo. Se sacó el pantalón, los zapatos y la camisa. Caminó unas cuantas cuadras sin ropa. Las personas se alejaban, se limpiaban con alcohol en gel y recurrían, temerosas, a los barbijos cuidadosamente guardados en sus carteras y portafolios. Cada vez se juntaban más autos y los vendedores ambulantes exhibían sus ofertas.

Llegó a la 9 de Julio, siguió su marcha por Cerrito. Levantó la vista y observó durante unos minutos el Obelisco. El sol le provocó otro sangrado en la cara y las orejas. Debajo de las rodillas y los codos, aparecieron los huesos. Se rompía la piel. No eran claros los límites entre el exterior y el interior de su cuerpo. Cuando llegó al otro lado de la avenida,  la columna vertebral asomó desde la mitad de la espalda hasta la nuca. Algunos ya no lo veían, con lo cual no tenía que preocuparse tanto por su aspecto.

Durante un largo tramo, caminó detrás de un hombre que fumaba en pipa. El humo le ingresaba directamente por los poros, donde aún había piel. El sol comenzó a esconderse y más gente salía de las oficinas. Todo se complicó cuando quedó casi inmovilizado entre los sujetos que entraban a la línea C del subterráneo. Los empujones le desprendieron los últimos trozos de piel. Encontró un hueco, realizó un movimiento estratégico y se pegó a la pared. Caminó hasta un edificio que tenía marcos de bronce en las puertas. Los huesos hacían ruidos cada vez más fuertes y los músculos se desintegraban. Se le desprendió el hueserío de la mandíbula. Los hombros se aflojaron y ejercieron peso sobre los brazos, que cayeron al suelo. Se anunció en la entrada y subió en el ascensor hasta el sexto piso.



Caminó por los pasillos, no encontraba la puerta. Intentó preguntar pero la gente prefería ignorarlo. Cualquier contacto visual podía terminar en pérdida de tiempo. Llegó hasta un ventanal, empujó con el tórax las puertas de vidrio y salió al balcón, que había sido empapelado con los carteles de las propagandas que trepaban desde la calle. Enfrente, la gente parecía convocada por un recital. Portafolios, camisas, pañuelos, banderas, altavoces, ruido. Era el momento justo para mostrarse y gritar. Allí cobraría más visibilidad. Movió los huesos y músculos que todavía le servían e intentó hablar pero salió poca voz. El fémur se descolgó y se partió contra el suelo. Perdió el pie izquierdo en el acto. El aire que le llegó al rostro le derritió los ojos por completo. El diafragma le empujó las costillas y se le desprendió el tórax. Los huesos se apilaron sobre las baldosas del balcón, al lado de las cajas que ya no entraban en la oficina. Montículo de huesos. Ahora ya se hizo tarde y el servicio descansa. Con suerte, mañana limpiarán la mugre del suelo.

*Publicado en la antología de cuentos "Marañas", compilado por Santiago Mazzuchini. Ediciones La Parte Maldita.


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