jueves, 5 de enero de 2012

EL COLCHÓN DE LOS RESORTES ROTOS

El señor Beltrán se despertó dolorido. Tomó la sábana de un extremo y, sin levantar el cuerpo de la cama, la desenganchó y el colchón quedó al descubierto. Debajo de la tela rota, había unos pequeños resortes oxidados, alrededor de los cuales, la goma espuma color naranja estaba enmohecida en algunas áreas.
Él no sabía si el colchón fue siempre duro o lo notaba ahora que dormía sólo. Su mujer, Elena Díaz de Beltrán, había muerto de neumonía dos meses atrás a los 56 años. Desde el día en que se conocieron ella le dijo que sus pulmones eran débiles pero que cocinaba como una cocinera profesional. El plato preferido del señor Beltrán era el mondongo. Elena detestaba el mondongo pero lo hacía porque le gustaba mirar mientras su esposo devoraba la porción destinando breves pausas a mojar el pan en el plato.
No tuvieron hijos y, a los 60 años, el señor Beltrán tenía sólo un sobrino al que no veía seguido. Lisandro vivía en Lomas de Zamora, era mucho viaje desde Saavedra, así que resolvieron verse sólo en las celebraciones y en los funerales. Cuando murió Elena, Lisandro fue el primero en abrazarlo durante el velatorio.
Llegó la hora de la siesta y el señor Beltrán se acostó boca arriba sobre la cama. Pensó que el colchón no era tan incómodo de día y miró el techo durante varios minutos. Construyó distintos tipos de animales y plantas con la unión de las manchas negras. Una luz tenue se filtraba entre las hendijas de la persiana que da a un patio interno. Bajó la mirada y vio la imagen sobre la mesa de luz, quiso evitarla pero le llamó la atención la fauna que adornaba el fondo. La fotografía pertenecía a una de las vacaciones que el matrimonio pasó en la costa. Elena posaba sonriente mientras presentaba, con un gesto de sus manos, el paisaje que la envolvía detrás. Él pensó que ese colchón le iba a arruinar la espalda y decidió que compraría uno nuevo. Se acercó a la máquina de escribir. Se miró los dedos. Pensó en adelantar trabajo. Desde la muerte de Elena, el señor Beltrán escribía algunos artículos desde su casa. A veces, envían desde la empresa a un chico de unos dieciocho años a buscar los escritos. Algunos días fue Beltrán quien se acercó a las oficinas. Antes de incorporarse discó el número de teléfono del trabajo.
—  PrintPress Hermanos.
— Buenos días, soy César Beltrán, ¿me comunicaría con el señor Rottstein por favor?
— César, ¿cómo le va?, lamento su pérdida.
— Está bien querida, ¿se encuentra Rottstein?
— Ya se lo paso.
Terminó de incorporarse y enroscó el cable del teléfono con los dedos.
— César, ¡qué bueno escucharlo!
— Igualmente señor, quería avisarle que mañana vuelvo a mi puesto.
— No se haga problema César, tómese el tiempo que necesite.
— Le agradezco pero no creo que pueda estar mucho sin trabajar.
— Imagino que no, pero ya sabe, cuando pueda.
— Nos vemos mañana entonces, hasta luego.

Al día siguiente, el señor Beltrán salió a barrer la vereda. Por primera vez no tenía ganas de ir a trabajar. Tampoco tenía ganas de avisar que finalmente no iría. El sol estaba incrustado en el medio del cielo a las doce y sólo lo detenían algunos árboles. Levantó el polvo de la vereda y descubrió que unas pequeñas flores blancas se asomaban entre las divisiones de las baldosas. Oyó un silbido desde la vereda de enfrente. Eran tres de los ocho hijos de la señora Hernández. Ella es viuda y a penas tiene para comer, según se dice en los almacenes del barrio. Los hermanos le silbaban a él.
— ¿Qúe quieren? preguntó
— Estamos paseando, ¿qué, no se puede?
El señor Beltrán bajó la cabeza y se dedicó a barrer. Manejaba la escoba con más envión que antes de la aparición de los hermanos. Se fueron por el medio de la calle y doblaron a la derecha en la primera calle que cruzaba a Manzanares.
Entró en la casa y acomodó una fuente beige de porcelana que estaba en uno de los estantes del zaguán. Cruzó por el pasillo de cuadros gigantes y, en la cocina, prendió un cigarrillo que fumó con pitadas profundas. Detuvo su mirada. Los hongos se unían y creaban una gran mancha negra con bordes verdes en la unión del techo y la pared. Sonó el teléfono.
— Tío, ¿cómo andás?
— Lisandrito, ¿Qué contás?
— Bien, quería saber si necesitás algo.
— Mirá querido, necesito dormir.
— ¿Pero no pudiste dormir ni unas horas?
— Lo mesmo que nada querido.
— Necesitás tiempo.
— Es el colchón que está estropeado, uno se levanta duro.
— Dejáme que yo me lo llevo y lo remedio. Te acompaño a comprar otro si querés.
— No sé, mañana me doy una vuelta por el local de almohadas y colchones.
— Está bien, avisáme si tenés algún inconveniente.
— Claro, voy a cocinar algo, saludáme a Noemí.
— Adiós.

Se fue a dormir. Se despertó a las 6 de la mañana. Le dolía la espalda, el cuello y las costillas. Cada vez que se daba vueltas en la cama se despertaba porque su cuerpo tocaba con las maderas. Sus ojos estaban hundidos y le dolían los huesos de la cara que apretujó con ayuda de los dientes durante la noche. Fue hasta el baño, se echó agua en la cara. En su cuarto, miró el traje que usaba para ir todos los días a la redacción, lo guardó y se puso una camiseta blanca, sobre la cual se abotonó una camisa gris de tela fina para el verano. Salió a la calle para ir al local de colchones. Encendió el Peugeout 404 y arrancó. Dobló a la derecha y vio la figura huesuda de la señora Hernández que lo miraba mientras giraba el manubrio. Ella simplemente lo miró pero no atinó siquiera a saludarlo. Él hizo un breve gesto que murió a mitad de camino ya que intuyó que ella no iba a responder al mismo. Después de unas cuantas cuadras, llegó al local. Uno de los vendedores se acercó al señor Beltrán y charlaron durante varios minutos mientras miraban colchones. Volvió a su casa. En cuanto entró, sonó el teléfono.
— Tío, ¿cómo andás?
— No bien llego y ya me estoy yendo querido, ¿te puedo llamar más tarde?
— ¿A dónde vas?
— Voy a comprarme un colchón nuevo, vengo de allí y el vendedor me dijo que hacen descuento si llevo mi colchón.
— Ah, ya me había ilusionado con traérmelo yo.
— Es que así es más barato, dijo el señor Beltrán con un tono amistoso.
— Te llamo más tarde entonces.

Salió por segunda vez en el día a la calle. Eran las cuatro de la tarde y el barrio todavía no salía de la siesta. Se sentó en el auto, el ruido del motor repercutió en toda la cuadra, bajó la ventanilla y giró su cabeza a la izquierda luego de que la señora Hernández le tocara el brazo. Se asustó pero ocultó los nervios con una gran sonrisa. Ella mantuvo su mano sobre el brazo del señor Beltrán.

— ¿De dónde sacó ese colchón don Beltrán?
— Lo llevo a cambiarlo por uno nuevo, así es más barato.
— ¿No quiere pensarlo? A mi me vendría muy bien.
Él sintió pena por ella. La señora tenía ojos marrones que, por momentos, parecían amarillos. La piel de los brazos le colgaba de los huesos finos y los rulos se aplastaban contra el techo del vehículo.
— Lo siento, tengo que arrancar.
— Vaya, vaya- dijo ella al tiempo que movía la mandíbula hacia la derecha y seguía el recorrido del auto desde donde quedó parada.

Llegó  a la puerta del local y vio al vendedor desde afuera. Estaba por salir del auto, pero decidió que podía mantener el colchón por unos meses más. Se metió en el auto y arrancó rápido para que no ser visto por el vendedor.
El señor Beltrán volvía angustiado y disfrutaba del sol que pegaba en el vidrio de adelante y lo enceguecía. Pensó en volver al local y deshacerse del colchón. El barrio estaba en pausa. Eligió doblar en una calle que nunca transitaba y el sol desapareció. La pequeña calle estaba repleta de árboles de naranjos y él redujo la velocidad. Al final de la calle aparecían las figuras escuálidas de los hermanos de enfrente. Tres de ellos se ayudaban para arrancar las naranjas del árbol de la esquina. Otros tres se pararon en el medio de la calle y el señor Beltrán frenó el coche. El mayor se acercó hasta la ventanilla, escupió en la calle y lo miró fijo sin decir nada. Sus ojos eran verdes y no llevaba camiseta. Le corrían las gotas de sudor por la frente y cada vez metía la cabeza más adentro del vehículo.
— ¿Qué pasa? Dijo el señor Beltrán con la garganta seca
— Dénos el colchón.
—    No puedo, no puedo dormir en el piso.
Oyó un ruido en la chapa del baúl y vio que uno de los hermanos arrojaba naranjas desde un árbol al cual estaba trepado. El mayor comenzó a desenganchar el cordón que mantenía el colchón sobre el techo. Inesperadamente el señor Beltrán le dio un golpe en la panza al joven, sin salir del auto. Nunca había golpeado a nadie. El joven abrió la puerta y lo tomó del brazo.
—    Afuera—  dijo.
Le apretujó el cuello y lo miraba con sus ojos verdes que se movían de un lado a otro mientras apretaba los dientes. Las gotas de sudor aparecían más espesas en su rostro y se mezclaban con las manchas de tierra que tenía en la cara. Lo empujó y cayó al piso. Los hermanos se subieron al coche y arrancaron. El colchón tambaleaba sobre el techo. 

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