Se durmió durante unos minutos sobre el sofá. En el sueño que tuvo pasaron tres horas desde que comenzó hasta el inminente encuentro con el sujeto que lo asesinaría. Ingresó por la puerta de la cocina y ahí lo vio. Parado de espaldas a él, con un sombrero y un sobretodo. El clisé le dio la información, en el sueño, de que estaba cerca de despertar. Se acercó un poco más y esto disparó el regreso agobiante al sofá de la sala de estar. Abrió los ojos y lo buscó en cada rincón, sin moverse. Recordó que, ya en el sueño, sabía que no lo iba a encontrar. Mientras se borraban las últimas manchas de aquel terreno volátil, percibió la anestesia que secretó uno de sus oídos. Sintió movimientos internos e inclusive, externos, y perdió la audición del lado derecho al instante.
Surgió del oído interno el extremo delgado de una frutilla. La oreja se dividió en un sector superior y otro inferior; el surco por el cual asomó el extremo pulposo estableció el límite. Detrás, en la parte externa, las raíces pequeñas treparon por la nuca hasta la coronilla de la cabeza. La pulpa comenzó a ablandarse por la calidez de aquel micro-clima. Hileras de microorganismos se instalaron en la zona y pusieron en regla el terreno. Los ruidos, cada vez más fuertes, resquebrajaron los bordes del fruto y generaron una fina brecha entre aquel y las paredes del pabellón. Se sentó en la mesada de la cocina a esperar. La pulpa se hinchó y reventó. La explosión decoró azarosamente los azulejos y las alacenas. Sabía que, en cuestión de minutos, ya no escucharía más nada.